Winston Herzovich no percibía violencia alguna conforme sus manos se aferraban al cuello de Jaqueline Dublette para apretar y estrujarlo cada vez con mayor fuerza. La disociación mental que inconscientemente hacía entre acción y pensamiento le resultaba completamente natural, aunque claramente, en el momento del acto, Winston no se detuvo a percatarse en ello.
Para él, sus acciones respondían y reflejaban un gesto inequívoco de amor por su hija. Después de todo, Jaqueline Dublette: madre de catálogo, referente incuestionable de la comunidad y vocal activa del grupo del kínder 1A del Colegio Austrohúngaro de la Ciudad de México (CACDMC), donde Emma, la hija de Winston y el hijo de Jaqueline compartían el aula, había infringido el código de conducta del colegio osando insinuar ante la junta de padres de familia que la adorada hija de Herzovich había sido la responsable de “vandalizar” la estatua de Herr Gruntzüg, fundador de la institución, forrando su rostro serio y lleno de propósito con estampillas y brillantina.
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Todo sucedió de manera fortuita. La junta se había alargado más de la cuenta y cuando Winston salió del baño todos los padres de familia ya habían desalojado las instalaciones del colegio. Todos excepto Jaqueline, quien se dio a la tarea de bajar los fusibles de la sala de conferencias. Cuando ya se disponía a cerrar las puertas del recinto, Winston salió del baño y ambos se encontraron frente a frente.
En cuanto la tráquea de Dublette crujió, Winston pudo percibir en el pulso de sus propios dedos cómo el último latido del corazón de Jaqueline, miembro ejemplar del CACDMC, bajó a través de su yugular hasta desvanecerse en su interior como un gas. El único flujo que sentía era el de la muerte que avanzaba por su neo cadáver como una cascada turbia que caía con la parsimonia del plomo. Winston resintió su ciática conforme el peso del cuerpo de Jaqueline se volvía insostenible; un cuerpo aparentemente liviano y correoso gracias a las diez horas semanales que Dublette dedicaba a los pilates. Aún así, Winston tenía la sensación de que estaba cargando un embutido de mármol. Dejó descansar la cabeza de Jaqueline sobre la alfombra roja de la sala de conferencias, se incorporó y, en un instinto que sorprendió al propio Herzovich, corrió al taller de manualidades para hacerse de 20 metros de plástico negro para envolver la figura desvanecida de la sobresaliente vocal del Kínder 1A.
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Antes de subirla al hombro y meterla en la cajuela, Winston se cubrió el rostro con una máscara de panda que quedaba del desfile anual de disfraces y corroboró la profundidad insondable del sueño del guardia de seguridad. Una vez que su camioneta se puso en marcha, las consecuencias de su acto inundaban su cabeza como una parvada de gorriones negros. A punto estuvo de chocar por invadir el carril derecho donde una furgoneta que transportaba alimentos para mascotas viajaba a toda velocidad.
-¿Sabías que la elección oportuna del carril evita en 70 por ciento la probabilidad de un choque automovilístico en la ciudad?.
Lejos de atribuirle esa voz a su propia consciencia, Winston comprendía que ésta provenía de Jaqueline Dublette quien, a pesar de su muerte, no tenía la más mínima intención de dejar de lado su invaluable labor como vocal y de comunicar cualquier observación útil para el justo funcionamiento de la sociedad.
Winston no respondió más que a las inquietudes que lo sonsacaban por dentro, condujo su Toyota gris en silencio hasta estacionarla frente a dos tablones de madera café que despedían toda la humedad acumulada durante la temporada de lluvias. Estos resguardaban la entrada a un faraónico complejo residencial en obra negra al lado de su propio hogar. Se observó en el retrovisor sólo para percatarse de que seguía con la máscara del panda puesta. La guardó en la guantera y entró al sitio de construcción con la clara intención de botar a quien fuera su líder comunitaria y el corazón vital del CACDMC en el hoyo más profundo a la vista. Después de cerciorarse de que no había nadie en esa penumbra que abarcaba todas las gamas del gris, colocó con gentileza el cadáver al lado de una columna descubierta que terminaba 10 metros bajo tierra. Antes de empujar los restos de Jaqueline, volvió a escuchar aquella voz gangosa y aguda.
-No me parece prudente invadir propiedad privada y mucho menos para usos indebidos, claro, si uno pretende ser un buen samaritano, ¿verdad?– sugirió la cabeza inerme de Jaqueline que, inexplicablemente, conservaba un aspecto formidable.
-Tampoco me parece sabio dar consejos útiles a tu propio asesino –respondió Winston con absoluta naturalidad y desenfado.
-No lo hago por ti, sino porque no quisiera que mi legado termine bajo los escombros sin que mi familia y comunidad sepan de mi paradero. Además, si bien he aceptado mi destino, me rehúso a delegar mis obligaciones a esa zorra de Martha.
-Ese calificativo me parece algo inapropiado para una dama de sociedad, pero quién soy para aleccionarte con clases de civismo. Me temo que no puedo manejar por la ciudad con un cadáver en la cajuela.
-¿Y si sólo conservas mi cabeza? No necesito más.
-¿Cómo sugieres que haga eso sin que el hedor a putrefacción termine por delatarme?
-Yo había escuchado en un podcast para madres primerizas cuando Santi aún era bebé que hay un material nuevo capaz de sellar y prevenir cualquier tufo conocido a la humanidad. Claro que el podcast estaba pensado en los pañales de nuestras bendiciones, pero estoy segura que puede funcionarnos para el caso que nos compete.
Herzovich, un hombre considerado y atento a las necesidades de su comunidad, decidió respetar los deseos de Jaqueline. Cogió un serrucho para separar la cabeza de Doublette de su cuerpo y arrojó el cadáver en aquel foso hondo. El bulto de mármol quebró varias vigas de madera que crujieron emitiendo un estruendo que espantó a un par de palomas.
-Te lo agradezco –replicó la cabeza decapitada de Dublette.
Sacó su llanta de refacción del baúl para botarla en la acera y colocó ahí la cabeza embalada de Jaqueline. Anotó la lista de productos que le iba dictando la autodenominada “Martha Stewart de la Benito Juárez” rumbo al Home Depott. Cuando llegó a su casa, su mujer e hija estaban recorriendo las hondas praderas oníricas sin sospechar que la vocal estrella y referente de la comunidad austrohúngara de México se encontraba dentro de un balde sellado lleno de formol debajo del triciclo, de las cartulinas y juguetes de su hija. El agotamiento y la tranquilidad de que lo suyo, lejos de ser un crimen era un acto de justicia, permitieron que Herzovich conciliara el sueño sin demasiados reparos.
-No olvides que la circular número 33 indicaba que hoy había que entregar la cartilla de vacunación y el certificado del pediatra –le recordó la voz a la mañana siguiente, mientras llevaba a Emma al colegio.
Por primera vez, Winston se sintió aturdido, pero tras cerciorarse que Emma seguía jugando con su Tablet improvisada por ella misma a base de cartón y estampas de Bluey sin percatarse de la voz que llegaba del maletero, volvió a recuperar ese mismo sosiego que le permitió dormir como un muerto sin deudas la noche anterior. Respiró con alivio al ver que tenía toda la documentación señalada por Dublette y se arrodilló para abrazar a su hija antes de despedirla a la entrada del colegio. En el momento en que se incorporó, pudo percibir el revuelo que zumbaba en el aire. Los mayoría de los padres y madres de familia permanecían parados afuera de las instalaciones del colegio murmurando y comunicando con sus semblantes serios la consternación y alarma a raíz de la repentina ausencia de Jaqueline Dublette quien vivía en boca de todos. Se unió a una conversación. Las especulaciones surcaban el aire cual balas perdidas. Muchos atribuían su desaparición al narco o a la trata de blancas sin descartar del todo el hecho de que pudo haberse tratado de un acto de violencia doméstica.
Por primera vez en su vida, Herzovich experimentó un gran alivio al saberse en un país cuya tasa de crimen e impunidad, lo mismo que la incompetencia y apatía de las autoridades judiciales eran igualmente escandalosas.
Cuando se sentó en su escritorio, dispuesto a retomar su novela, vio que los rumores y especulaciones no habían tardado en pulular en los N grupos de WhatsApp relacionados al CACDMC. Los silenció a todos y volvió al documento Word, donde Herzovich llevaba escrita tres cuartos de una novela que, según su parecer, lograría replicar sus antiguos éxitos literarios y así volver a recuperar el prestigio perdido una década atrás y consagrarse como un autor de renombre.
-Me parece que estás demasiado obsesionado con tus logros. Recuerda que la crianza respetuosa es un trabajo de tiempo completo que exige nuestra atención plena en todo momento.
En cuanto escuchó los reproches pasivo agresivos de Jaqueline, Winston comprendió que la voz de Jaqueline no venía de esa cabeza enfrascada que vivía en su cajuela sino de la suya propia, por lo que decidió treparse a su camioneta para botarla en un basurero a cinco códigos postales de distancia de su domicilio antes de pasar a recoger a Emma.
-Y a mí me parece que entregarse de lleno a la crianza para dejar de lado tus proyectos es un acto sumamente triste, aún para los muertos, en el sentido de que esa supuesta entrega y abnegación reflejan un vacío interior intratable.
-Veo que al fin has asimilado que vivo en ti –dijo Dublette en un tono burlón.
Winston la ignoró amablemente mientras esperaba a la salida del CACDMC donde dos peritos criminalistas terminaban de rastrear la explanada como cigüeñas miopes pasando por el rostro inmutable de Herr Gruntzüg que seguía cubierto de estampillas de y brillantina. El reporte vacío que comunicaron los peritos parecía desintegrarse en el bostezo de su superior. Retiraron los cordones amarillos y partieron sin compartir sus “hallazgos” ni “teorías” o posibles “pistas” con los padres de familia que aguardaban impacientes para quedarse con la cruda indignación. Herzovich se acercó al viudo de Jaqueline para expresar sus condolencias. No lo hizo con malicia ni cinismo. Su empatía era auténtica.
-Por favor recuérdale a mi marido que no olvide pagar la inscripción de los cursos optativos de Santi y que vaya con Letty, la de la tintorería de San Borja, a recoger los edredones que dejé el lunes.
Los días transcurrieron sin que las autoridades dieran con el asesino, atribuyendo el crimen al cartel delegacional. La indignación de la comunidad gradualmente se fue transformando en un duelo colectivo. Se hizo una recolecta para rendirle tributo a la figura de Jaqueline Dublette con una estatua que sustituiría a la del viejo Gruntzüg. Pero lejos de sentir alivio por haber sorteado el castigo de su crimen, Winston Herzovich ahora resentía los reproches, consejos, y recordatorios constantes de Jaqueline que resonaban en su cráneo cada vez con mayor frecuencia, a tal grado que habían logrado sustituir sus propios pensamientos. Se había transformado en un auténtico gólem, en un simple vehículo que ejecutaba las órdenes de Dublette en todo momento.
Con el tiempo la situación se había tornado insostenible para el pobre Winston. Sus días transcurrían fungiendo como interlocutor entre las maestras y los padres de familia, mandando recordatorios de las circulares y a los deudores de cuotas extraescolares, transcribiendo minutas de las conferencias de la Asociación de Familias, felicitando a todos los niños en sus cumpleaños con mensajes personalizados, mediando conflictos y malentendidos en los chats de WhatsApp donde las madres derrochaban gran parte de su energía vital comunicando su aprensión al resto de los miembros de la comunidad y en los que nunca faltaba el palurdo que agregaba incertidumbre a la fecha y lugar de X o Y evento. Pero para su mala fortuna, tampoco lograba conciliar la paz en las noches. Jaqueline Dublette lo atormentaba con sus propias inquietudes y dudas banales.
-Por cierto, ¿por qué carambas te llamas Winston si naciste en la Narvarte? ¿Eres hijo de abogados?
Winston se limitaba a responder una de cada cien preguntas que le hacía Dublette a lo largo de las noches sólo para conseguir aunque sea una pausa reflexiva.
-Porque mi padre era un militar frustrado y gran admirador de Churchill.
El insomnio que le producían los soliloquios y cuestionaientos de Dublette sólo lograban exacerbar los tormentos de Herzovich, quien había recurrido al psicoanálisis y sometido a sesiones interminables de terapias electroconvulsivas y quien, a pesar de su escepticismo en lo que se refiere a los remedios esotéricos, incluso experimentó con la acupuntura, lo mismo que acudió religiosamente a ceremonias de ayahuasca y temazcal, pero nada de esto logró exorcizar a Jaqueline Dublette de su cabeza.
Una noche de luna menguante, desacatando las órdenes de su domadora, condujo su Toyota gris al mismo sitio de construcción donde el cuerpo de Dublette yacía enterrado bajo varias capas de cemento. Entró a paso sigiloso y se colocó frente al precipicio.
-¿Pero qué es lo que tramas, truhán? Si mueres tú muero contigo.
-Una persona tan infumable como vuestra merced merece morir más de una vez –replicó Winston con malicia.
Lo último bueno que pudo extraer de este mundo antes de entregarse a la nada intergaláctica era el rostro de su amada Emma. Esbozó una sonrisa de oreja a oreja y saltó al foso con los brazos extendidos como un cristo sin Dios ni posibilidad de redención. Su cráneo se estrelló con el cemento para hacerse añicos y fusionarse con el silencio sublime de la muerte y así borrar el insignificante legado de Jaqueline Dublette (y de paso el suyo propio).
La reputación de su Emma permanecería intacta. Visto desde esa perspectiva, pudiera decirse que el suicidio de Winston representaba el más puro acto de abnegación.
La Asociación de Familias había conseguido recaudar los fondos suficientes para construir una estatua con el objetivo de honrar la memoria de Winston Herzovich, misma que fue colocada junto a la de Jaqueline Dublette. Las ofrendas cubrían su inmortalizado cuerpo de bronce de pies a cabeza. “Fue un pilar de nuestra comunidad y un padre de familia ejemplar”, rezaba el epitafio de su placa.
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