Bajo el sello editorial Los libros de Caronte , se presenta la antología , volumen que recopila ocho cuentos y una obra de teatro hasta ahora inédita en idioma español, con la que se busca dar cuenta de otra de las facetas del escritor.

En esta primera edición hecha en México, guiada por los narradores mexicanos Raquel Castro y Alberto Chimal, compila uno de los cuentos más extraños en la obra de Poe, de acuerdo a los antólogos: “El Ángel de lo Extraño”, la cual señalan, puede llegar a ser considerada como precursora del surrealismo.

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Aquí te dejamos un avance del primer capítulo de “El Ángel de lo Extraño”:

Era una tarde fría de noviembre. Acababa de terminar una comida inusualmente copiosa, de la cual la indigesta trufa no era la menor parte, y estaba sentado a solas en el comedor, con mis pies sobre el guardafuegos, y junto al codo una mesita que había acercado a la chimenea, y sobre ella algún pobre sustituto de postre con algunas botellas surtidas de vinos y licores. En la mañana había estado leyendo el Leónidas de Glover, la Epigoníada de Wilkie, el Peregrinaje de Lamartine, la Columbíada de Barlow, la Sicilia de Tuckerman y las Curiosidades de Griswold; por lo tanto, estoy dispuesto a confesar, para aquel momento me sentía un poco estúpido. Hice un esfuerzo para espabilarme con ayuda de frecuentes tragos de Lafitte, y como no me sirvió, me puse, en mi desesperación, a hojear un periódico. Tras haber revisado cuidadosamente la columna de “casas en renta”, la de “perros perdidos” y las dos de “esposas y aprendices fugitivos”, ataqué con gran resolución la sección editorial y, leyéndola de principio a fin sin entender una sílaba, se me ocurrió que podría estar en chino, por lo que la releí del fin al principio, pero sin mejores resultados. Estaba a punto de arrojar, con repugnancia,

Una extravagancia

Este folio de cuatro páginas, obra feliz
Que ni los críticos critican

cuando mi atención se despertó un tanto por el párrafo que sigue:

“Los caminos que llevan a la muerte son numerosos y extraños. Un periódico de Londres menciona el deceso de un hombre por una causa singular. Jugaba a ‘soplar el dardo’, que se juega con una larga aguja inserta en un trozo de tela gruesa y disparada hacia un blanco por medio de una cerbatana. El hombre puso la aguja en el lado equivocado del tubo de latón y al tomar aliento con fuerza para empujar el dardo hacia delante la aguja se le metió por la garganta, entró en los pulmones y en pocos días lo mató.”

Al ver esto sentí una gran ira, sin saber exactamente por qué.

—Esto —exclamé— es una falsedad repulsiva, un miserable engaño, la escoria de las invenciones de algún patético escritor de a centavo, de un despreciable inventor de accidentes en el país de la Cucaña. Estos individuos, sabedores de la extravagante credulidad de nuestro tiempo, aplican su ingenio a imaginar posibilidades improbables, extraños accidentes, como los llaman; pero para un intelecto reflexivo —“como el mío”, agregué entre paréntesis, apoyando inconscientemente el dedo índice en un lado de la nariz—, para un entendimiento contemplativo como el que yo mismo poseo, es evidente de inmediato que el reciente y asombroso incremento de estos “extraños accidentes” es por mucho el más extraño accidente de todos. ¡Por mi parte, de ahora en adelante me propongo no creer en nada que tenga la apariencia de lo “extraño”!

—¡Pero por Tios, qué tonto es osted! —replicó una de las voces más notables que jamás haya escuchado. Primero me pareció un zumbido en mis oídos, como el que un hombre experimenta a veces cuando está muy borracho, pero pensándolo mejor consideré que el sonido se parecía más al que saldría de un barril vacío al que se golpeara con un garrote; y de hecho podría haber concluido que eso era, salvo por la articulación de las sílabas y las palabras. No soy de ningún modo naturalmente nervioso, y las pocas copas de Lafitte que me había tomado sirvieron para darme aún más valor, de modo que no sentí ninguna trepidación, y en cambio alcé la vista en un movimiento calmoso y miré con cuidado por el cuarto en busca del intruso. No pude, sin embargo, percibir a nadie.

—¡Jum! —siguió la voz, mientras yo continuaba mirando a mi alrededor—. ¡Osted ade zer tan boracho como el zerdo, pues, pa no verme cuando ztoy a zu lado!

En ese momento se me ocurrió mirar delante de mis narices y allí, en efecto, sentado al lado opuesto de la mesa, estaba un personaje difícil —pero no del todo imposible— de describir. Su cuerpo era un barril de vino, o una pipa de ron, o algo por el estilo, y tenía verdaderamente un aire a lo Falstaff. En su extremo inferior estaban insertados dos barrilitos que parecían hacer las veces de piernas. En vez de brazos, de la parte superior de la carcasa colgaban dos botellas razonablemente altas, con los cuellos hacia fuera en vez de manos. Por cabeza, aquel monstruo poseía una de esas cantimploras de Hesse que parecen una gran tabaquera con un agujero a media tapa. Esta cantimplora (que tenía un embudo en lo alto, como un gorro echado sobre los ojos) estaba puesta sobre el borde del barril, con el agujero apuntando hacia mí; y a través del agujero, que parecía torcido en una mueca propia de una solterona quisquillosa, la criatura emitía gruñidos y sonidos retumbantes que, evidentemente, pretendía que fueran un habla inteligible.

—Le digo —dijo— que ade ztar tan boracho como un zerdo, pastar sentado ai y no verme acá. Y digo también que ade zer más tonto que un kanzo, pa no crer lo que está imprezo en el imprezo. Es ferdad, es lo ques, cada palafra.

—¿Quién es usted, disculpe? —dije yo, con mucha dignidad, aunque algo intrigado—. ¿Cómo llegó aquí? ¿Y de qué está hablando?

—En cuanto a cómo llegué —replicó la figura—, qué limporta. Y en cuanto a quiablo, hablo de loque me cuadra; y en cuanto quién zoy, baia, ezo ez la cosa pala que vine pa que osted lo vea por simismo.

—Usted es un vagabundo borracho —dije— y yo voy a tocar la campanilla y ordenar a mi sirviente que lo eche a patadas a la calle.

—¡Ji! ¡Ji! ¡Ji! —dijo el individuo—. ¡Ju! ¡Ju! ¡Ju! Non lo puede hazer.

—¿Que no lo puedo hacer? —dije—. ¿Qué quiere decir? ¿Qué es lo que no puedo hacer?

—Tocar la pampaniya —contestó, intentando una sonrisa con su boquita maligna.

Al oír esto hice un esfuerzo por enderezarme para cumplir mi amenaza; pero el rufián simplemente se inclinó sobre la mesa con toda deliberación y, golpeándome con el cuello de una de sus largas botellas, me derribó, haciéndome caer de nuevo en el sillón del que medio me había levantado. Quedé totalmente desconcertado, y por un momento no supe bien qué hacer. Entretanto, él continuó hablando:

—Como fe —dijo—, mejor esquese quede zentao. Y ahora va zafer quién zoy. ¡Míreme! ¡Fea! Yo zoy el Ángel de lo Extraño.

—Y bastante extraño, de hecho —me aventuré a contestar—. Pero siempre tuve la impresión de que los ángeles tienen alas.

—¡Alas! —gritó él, enojado—. ¿Quiago yo con alas? Mein Gott! ¿Por quién me toma, por un poyo?

—¡Ah, no, no! —contesté, muy alarmado—. Ciertamente no es usted un pollo.

—Pos tonz siénse, quése quieto y gobiérnese, o le pego travez con mi puño. Es el poyo el que tienalas, y el púho el que tienalas, y el duende el que tienalas, y el demoño el que tienalas. Lángel no tienalas, y yo zoy el Ángel de lo Extraño.

—¿Y su asunto conmigo en este momento es…?

—¡Misunto! —escupió aquel ser—. ¡Ha de ser osted de lo más malducado, que le pregunta un caballero y un ángel cuál susunto!

Este lenguaje era más de lo que yo podía soportar, incluso viniendo de un ángel; por ello, armándome de valor, tomé un salero que estaba a mi alcance y lo aventé a la cabeza del intruso. O él se agachó, sin embargo, o tuve mala puntería, porque todo lo que logré fue demoler el cristal que protegía la esfera del reloj que descansaba sobre la chimenea. En cuanto al Ángel, evidenció su opinión de mi ataque dándome dos o tres duros golpes consecutivos en la frente como antes. Esto me redujo al instante a la sumisión, y casi me avergüenza confesar que, fuera por el dolor o por la vejación, algunas lágrimas llegaron a mis ojos.

—¡Tios mío! —dijo el Ángel de lo Extraño, en apariencia muy suavizado por mi sufrimiento—. Tíos mío, estestá o muy boracho o muy triste. Osted no debe beber tanto, debe echar lagua al fino. Aver, beba esto, buon chico, ¡y no yore ya! ¡No yore!

Con lo cual el Ángel de lo Extraño rellenó mi copa (que estaba llena de oporto hasta la tercera parte) con un fluido incoloro que vertió de una de sus manos-botella. Observé que estas botellas tenían etiquetas en el cuello, y que en ellas se leía “Kirschenwasser”. La considerada amabilidad del Ángel me ablandó en no poca medida; y, con ayuda del agua con que él había diluido varias veces mi oporto, finalmente recuperé el aplomo suficiente para escuchar su extraordinario discurso. No pretendo relatar aquí todo lo que me dijo, pero de lo que decía deduje que él era el genio que presidía sobre los contretemps de la humanidad, y cuya labor era provocar los extraños accidentes que continuamente asombran a los escépticos. Una o dos veces, cuando me aventuré a expresar mi total incredulidad respecto de sus pretensiones, se enojó muchísimo, así que al cabo me pareció más sabio proceder el no decir nada en absoluto, y dejarlo hacer lo que quisiera. Siguió hablando, pues, largamente, mientras yo me limitaba a recargarme en mi sillón con los ojos cerrados y me entretenía comiendo uvas y tirando los tallos por todo el cuarto. En algún momento, sin embargo, el Ángel interpretó mi comportamiento como una muestra de desprecio. Entonces se levantó con una pasión terrible, se caló el embudo hasta los ojos, dijo un largo juramento, pronunció una amenaza que no pude comprender del todo, y finalmente hizo una profunda reverencia y se fue deseándome, en el lenguaje del arzobispo en Gil Blas, beaucoup de bonheur et un peu plus de bon sens .

Su partida fue un alivio. Las muy pocas copas de Lafitte que me había tomado me causaban sopor y sentí ganas de tomar una siesta de unos quince o veinte minutos, como es mi costumbre después de comer. A las seis tenía una cita importante, a la que era indispensable que acudiera. La póliza de seguro de mi casa había expirado el día anterior y, como surgieron algunas disputas, se acordó que a las seis me reuniría con la mesa directiva de la compañía para fijar los términos de la renovación. Mirando el reloj de la chimenea (porque me sentía demasiado amodorrado para sacar mi reloj de bolsillo), tuve el gusto de encontrar que aún me quedaban veinticinco minutos. Eran las cinco y media; fácilmente podía caminar a la oficina de los seguros en cinco minutos, y mis siestas habituales nunca pasaban de los veinticinco minutos. Me sentí lo bastante seguro, por lo tanto, y de inmediato me acomodé para mi descanso.

Tras haberlo completado a mi satisfacción, miré de nuevo el reloj y estuve a punto de creer en la posibilidad de los accidentes extraños cuando encontré que, en vez de mis ordinarios quince o veinte minutos, había dormido sólo tres: aún faltaban veintisiete para la hora acordada. Me volví a dormir, y al despertar por segunda vez, para mi enorme sorpresa, todavía faltaban veintisiete minutos para las seis. Me paré de un salto a examinar el reloj y descubrí que se había detenido. Mi reloj de bolsillo me informó que eran las siete y media y, por supuesto, tras haber dormido dos horas, era demasiado tarde para mi cita.

—No es problema —dije—. Puedo ir por la mañana a la oficina y disculparme. Entretanto, ¿qué le pasa al reloj?

Al examinarlo descubrí que uno de los tallos de uva que había estado tirando por el cuarto durante el discurso del Ángel de lo Extraño había pasado a través del cristal roto y se había acomodado, de modo bastante singular, en el agujero de la llave, con un extremo saliendo hacia fuera, y así había detenido el avance del minutero.

—¡Ah! —dije—. Ya veo. Esto lo dice todo. ¡Un accidente natural, como los que pasan de vez en cuando!

No di mayor consideración al asunto, y a mi hora usual me retiré a dormir. Allí, tras haber puesto una vela sobre una mesilla de lectura en la cabecera de la cama y haber intentado leer algunas páginas de la Omnipresencia de la deidad , por desgracia me quedé dormido en menos de veinte segundos, dejando la luz encendida como estaba.

Mis sueños fueron perturbados de manera aterradora por visiones del Ángel de lo Extraño. Me pareció verlo al pie del sofá, abriendo las cortinas y, con los tonos huecos y detestables de una pipa de ron, amenazándome con la más amarga venganza por el desdén con que yo lo había tratado. Concluyó su larga arenga quitándose su gorro-embudo, metiendo el tubo en mi garganta e inundándome con un océano de Kirschenwasser, que vertió en un torrente continuo por una de las largas botellas que tenía en vez de brazos. Mi agonía terminó por ser insoportable, y me desperté justo a tiempo para darme cuenta de que una rata había huido con la vela encendida en la mesilla, pero no a tiempo para evitar que se escapara a través de un agujero en la pared. Muy pronto, un olor fuerte y sofocante asaltó mis narices; la casa, me di perfecta cuenta, se estaba incendiando. En pocos minutos el fuego brotó con violencia, y en un periodo increíblemente breve el edificio entero estaba envuelto en llamas. Todas las salidas de mis habitaciones estaban cortadas, excepto a través de una ventana. La multitud, sin embargo, rápidamente consiguió y levantó una larga escalera. Estaba descendiendo por ella con bastante rapidez, y aparentemente de forma segura, cuando un enorme cerdo, en cuyo rotundo estómago —y en cuya rotunda apariencia general y fisonomía, en realidad— había algo que me recordaba al Ángel de lo Extraño; cuando este cerdo, digo, que hasta entonces había estado durmiendo calladamente en el lodo, tuvo la ocurrencia repentina de que su hombro izquierdo precisaba rascarse, y no pudo hallar mejor poste para rascarlo que el que ofrecía el pie de la escalera. En un instante estaba cayendo y tuve la mala fortuna de romperme el brazo.

Este accidente, junto con la pérdida de mi seguro y la más seria pérdida de mi cabello, que se había quemado todo en el fuego, me predispuso a cosas serias; así, finalmente, me decidí a tomar esposa. Había una viuda rica, desconsolada por la pérdida de su séptimo marido, y a su espíritu herido ofrecí el bálsamo de mis votos. Ella, con reticencia, consintió a mis oraciones. Me arrodillé a sus pies con gratitud y adoración. Ella se sonrojó e inclinó sus abundantes trenzas hasta hacer contacto con las que me había suministrado, temporalmente, Grandjean. No supe cómo ocurrió el enredo, pero así pasó. Yo me levanté con una calva reluciente, sin peluca; ella, con furia y desprecio, medio enterrada en cabello ajeno. Así terminaron mis esperanzas con la viuda por un accidente que no podría haberse anticipado, sin duda, pero que la secuencia natural de los acontecimientos había traído.

Sin desesperar, empero, emprendí el asedio de un corazón menos implacable. Los hados fueron de nuevo propicios por un breve periodo, pero una vez más intervino un incidente trivial. Al reunirme con mi prometida en una avenida repleta con la élite de la ciudad, me apresuré a recibirla con una de mis reverencias más consideradas cuando una pequeña partícula de alguna materia extraña se alojó en mi ojo, y me dejó por un momento totalmente ciego. Antes de que pudiera recuperar la vista, la dama de mi amor había desaparecido, irreparablemente ofendida por lo que ella eligió considerar mi grosería premeditada, al pasar a su lado sin saludarla. Mientras permanecía estupefacto por lo repentino de aquel accidente (que podría haberle ocurrido, sin embargo, a cualquier persona en el mundo), y mientras seguía incapaz de ver, el Ángel de lo Extraño me abordó para ofrecerme su ayuda con una civilidad que yo no tenía razón para esperar. Examinó mi ojo lastimado con mucha gentileza y habilidad, me informó que había una gota en él, y (fuera lo que fuera “una gota”) me ayudó sacándola.

Ahora consideré que era el momento de morir (pues la mala fortuna estaba tan decidida a perseguirme) y por tanto llegué al río más cercano. Allí, quitándome la ropa (pues no hay razón por la que no podamos morir igual que como nacemos), me tiré de cabeza a la corriente; el único testigo de mi destino fue un cuervo solitario que se había aficionado a comer maíz mojado en brandy, y por lo tanto se había separado de los suyos. Tan pronto entré en el agua, al ave se le ocurrió irse volando con la parte más indispensable de mi vestimenta. Pospuse, por tanto, mis designios suicidas, metí las extremidades inferiores en las mangas de mi abrigo, y me puse a perseguir al villano con toda la rapidez que el caso requería y sus circunstancias podían permitir. Pero mi destino maligno seguía conmigo. Mientras corría a toda velocidad, con la nariz en alto y atento solamente al ladrón de mi propiedad, percibí repentinamente que mis pies ya no estaban posados en tierra firme; el hecho es que me había arrojado yo solo a un precipicio, e inevitablemente me hubiera hecho pedazos de no ser por mi buena fortuna, pues pude agarrarme del extremo de una larga cuerda unida a un globo que pasaba por ahí.

Tan pronto como recobré los sentidos lo bastante para comprender el terrible predicamento en el que estaba metido (o más bien colgado), usé toda la fuerza de mis pulmones para dar a conocer dicho predicamento al aeronauta que estaba arriba de mí. Pero por largo tiempo me esforcé en vano. O era un tonto que no podía escucharme, o era un malvado que no quería. Entretanto, el vehículo se elevaba con rapidez y mis fuerzas decrecían aún más rápido. Estaba llegando al punto de resignarme a mi destino, y caer silenciosamente al mar, cuando mi ánimo se reavivó de pronto al escuchar una voz hueca que venía de arriba y que parecía canturrear perezosamente un aria de ópera. Al mirar hacia arriba descubrí al Ángel de lo Extraño. Estaba inclinado, con los brazos cruzados sobre el borde de la canastilla; tenía una pipa en la boca y, mientras echaba humo que daba gusto, parecía en excelentes términos consigo mismo y con el universo. Yo estaba demasiado agotado para hablar, así que sólo lo miré con aire implorante.

Por varios minutos, aunque me veía directamente a la cara, no dijo nada. Finalmente, moviendo su pipa con cuidado desde la esquina derecha de su boca hasta la izquierda, condescendió a hablar.

—¿Quién ez usted —preguntó— y qué deablos aseái?

A tal muestra de impudicia, crueldad y afectación sólo pude replicar profiriendo la palabra:

—¡Ayuda!

—¡Yuda! —repitió el villano—. Ninguna manera. ¡Ahistá la poteya! ¡Ayúdese osted y váyase al deablo!

Con estas palabras dejó caer una pesada botella de Kirschenwasser que, al darme precisamente en la coronilla, me hizo pensar que me había sacado los sesos. Impresionado por esta idea, estaba a punto de soltar la cuerda y entregar mi alma con resignación cuando me detuvo el grito del Ángel, que me pidió que siguiera sosteniéndome.

—¡Téngase! —dijo—. ¡No sapure! ¿Quiere lotra poteya, o ya eztá sobrio y en sus zinco zentidos?

Me apresuré a mover la cabeza dos veces: una en sentido negativo, para indicar que prefería no recibir la otra botella por el momento, y la otra en sentido afirmativo, con el fin de implicar que estaba sobrio y definitivamente en mis cinco sentidos. De este modo logré suavizar un poco al Ángel.

—¿Tonz cré al fin? —preguntó—. ¿Cré en la posibilidá de lo extraño?

Otra vez asentí con la cabeza.

—¿Y ora cré en mí, en el Ángel de lo Extraño?

Volví a asentir.

—¿Y reconoce que osted era el ciego y el boracho y el tonto?

Asentí una vez más.

—Meta la mano derecha en el polsillo zquierdo de sus pantalones, como pruefa de zumizión total al Ángel de lo Extraño.

Por obvias razones, hacer esto me era imposible. En primer lugar, mi brazo izquierdo estaba roto tras mi caída de la escalera, y por lo tanto de soltar la cuerda de mi mano derecha acabaría soltándome del todo. En segundo lugar, no tendría pantalones mientras no encontrara al cuervo. Por lo tanto no tuve otra opción que —con mucha pena— negar con la cabeza, con la intención de hacer entender al Ángel que justo en aquel momento me resultaba muy inconveniente tratar de cumplir con su muy razonable exigencia. Sin embargo, apenas terminaba mi negación cuando el Ángel rugió:

—¡Tonz al deablo!

Y al pronunciar estas palabras cortó la cuerda de la que estaba suspendido con un afilado cuchillo, y como en aquel momento pasábamos justamente por encima de mi casa (que, durante mis peregrinajes, había sido hábilmente reconstruida) sucedió que caí a través de la amplia chimenea y fui a dar al hogar en el comedor.

Al volver en mí (porque la caída me había dejado totalmente aturdido), noté que eran cerca de las cuatro de la mañana. Yo estaba tendido ahí donde había caído del globo. Mi cabeza estaba hundida en las cenizas de un fuego extinto, mientras que mis pies reposaban en los restos de una mesita derribada, entre restos de postres surtidos mezclados con un periódico, vidrios y botellas rotas y una jarra vacía de Kirschenwasser de Schiedam. Así se vengó el Ángel de lo Extraño.

***Traducido por Alberto Chimal

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