Imagino la reflexión de don Justo Sierra Méndez, el atareado Ministro de Instrucción Pública en el alba del siglo XX, cuando se encaminó a la inauguración de la Universidad Nacional. Con atuendo de ceremonia mayor, semblante severo, paso firme. A la mano, el texto del mensaje que haría parte de la historia. Sierra hablaría de la Universidad emergente, que era hablar de la vida de México. En presencia del dictador, subiría a la tribuna y establecería los motivos, la figura y el porvenir de la Universidad. En la República no habría otra institución tan gallarda, influyente y encumbrada como la que Sierra describió. Soplaban vientos de fronda. Inminente, una formidable revolución. Y don Justo hacía la suya, reflexivo y elocuente. Invitaba a emprender, con él, la redención del pueblo.

Dijo Sierra que la Universidad Nacional no tenía raíz en la Real y Pontificia. Sería de otra estirpe y andaría con otra intención. Universidad, dijo el Ministro, atenta al pulso de la nación: plantada en esta tierra y bajo este firmamento; el telescopio hacia el cielo de México. La Universidad nacía para explorar y descifrar los grandes problemas del país, sus tribulaciones y expectativas. Traería propuestas y soluciones. No sería una “patria ideal de almas sin patria”, fueron sus palabras, que conviene recordar. Nacionalizaría la ciencia y mexicanizaría el saber, agregó con lúcida intención. Formidable compromiso, genio y figura de la Universidad. Acertó don Justo. En su agitada circunstancia, la Universidad Nacional ha sostenido el rumbo y conservado el proyecto que selló su destino.

Se me pide un breve texto sobre mi experiencia universitaria. Invoco de nuevo el itinerario que propuso don Justo. Pienso en la Universidad Nacional y la veo como una forja de la que han salido, golpe a golpe, muchas piezas con las que México ha construido su cuerpo y alojado su espíritu. No ha sido la única, desde luego, pero sí una con misión decisiva y singular. En ella, a la que acudieron y siguen llegando legiones de compatriotas, se ha forjado la ciencia y el arte, la política y la economía. Ha sido crucero de la juventud. En este año 2019 seguimos celebrando su fundación y nos disponemos a exaltar su autonomía, en la forma que nos interesa y compromete: ejerciéndola con vigor y convicción. Contra viento, si lo hay, y marea, si ésta crece. Y siempre hay vientos que asedian y mareas que no cejan.

No pretendo emprender ahora un ensayo sobre la insigne Universidad. Para ello se requieren otro espacio y otras fuerzas. Sólo me dejo llevar por mis recuerdos, con la licencia de quien me invitó a estas páginas. En el ejercicio memorioso invoco mi primera incursión a la Ciudad Universitaria. Fue cuando la Facultad de Filosofía y Letras —antigua Escuela de Altos Estudios— rindió homenaje a fray Alonso de la Vera Cruz, instalando el monumento del fraile en el jardín interior del plantel. En el homenaje participó don José Vasconcelos, desde la tribuna del Auditorio Justo Sierra. Bastó la promesa de su asistencia para atraer a centenares de jóvenes, yo entre ellos, que saludamos con devoción la llegada del maestro. Conocimos al Ulises mexicano, miramos de cerca al autor del lema universitario e imaginamos el camino que pronto iniciaríamos en la Ciudad Universitaria, casa flamante.

Los juristas en ciernes sabíamos de la vieja Escuela Nacional de Jurisprudencia, relevada por la Facultad de Derecho, en el corazón de la capital. Y estábamos al tanto de que en ella se exaltaba la memoria de don Jacinto Pallares: hombre y conducta ejemplares para los misioneros de la abogacía. Pallares fue el mejor abogado de su tiempo, reconoció el dictador, no sin reprocharle su comportamiento “grosero” con el poder. En el fondo del aula donde don Jacinto enseñaba Derecho, el joven Vasconcelos —con vocación de político y filósofo— admiraba la estatura moral del jurista ejemplar. Lección para el futuro.

Durante muchos años viajé cada mañana desde el centro de la Ciudad de México en el autobús que me traería a la Facultad de Derecho, emplazada en un largo edificio que compartía con las Facultades de Filosofía y de Economía, cada quien animando sus sueños. Conocí una porción de la forja universitaria e ingresé a la enérgica formación. No dejaría de escuchar acompañar el trabajo de quienes moldeaban, en la forja, el orden jurídico mexicano; forja de nuestro propio porvenir. Me sumé al torrente, paso a paso, con modestia y alegría. Conocí a maestros de extraordinaria condición, rodeados de discípulos. Se desempeñaban con paciencia, constancia y generosidad. A las lecciones sobre las disciplinas que impartían se asociaba su magisterio de vida.

Si quisiera evocar a los grandes catedráticos de los que fui alumno —y lo sigo siendo, sin término— necesitaría muchas más páginas de las que puedo utilizar. Pero utilizo la ocasión que se me brinda para recordar a algunos que representan a todos en mi afecto y admiración. Lo hago en homenaje a la —siempre erguida Facultad—, como solemos decir, y en testimonio de profunda gratitud a los juristas que le dieron sentido y prestigio. En el primer año de la carrera (1955) fui alumno de don Eduardo García Máynez, figura estelar de la filosofía del Derecho. Y cuando cursé el último (1959), lo fui de otro filósofo de la vieja guardia estelar: don Luis Recaséns Siches. Entre esos años me beneficié con el magisterio de un conjunto de juristas que serían lujo en todo tiempo y para cualquier universidad.

Se dirá que me envanezco al citar a esos universitarios. En efecto, me llena de orgullo haber recorrido esa galería. En ella había personajes de diversas edades, distintas creencias, diferentes convicciones políticas. Pero en todos lucían el pensamiento libre, asociado a la generosidad, la capacidad y la voluntad de tender la mano al estudiante y despejar el futuro de los jóvenes que acudíamos a las aulas de la Facultad. Mencionaré al penalista excepcional, autor de la primera obra mexicana de su especialidad, Raúl Carrancá y Trujillo. Citaré a los procesalistas de mayor enjundia, a cuyas cátedras asistí: Eduardo Pallares y Niceto Alcalá-Zamora, asombroso erudito cuya huella seguí en la materia que él profesó. No olvidaré al universitario celebrado, antiguo rector, Mario de la Cueva. Invocaré a mi profesor de Derecho internacional, César Sepúlveda, a quien debo mi ingreso como profesor interino en el lejano 1965.

En la relación de mis recuerdos y gratitudes se hallan muchos más. Entre los que influyeron profundamente en mi vida y formación: Celestino Porte Petit y Alfonso Quiroz Cuarón. También Roberto Mantilla Molina, director de la Facultad en el año de mi ingreso, que soportó a pie firme la primera “huelga” universitaria que yo conocí. Recordaré al profesor de contratos, apreciado por su talento y bonhomía, Jorge Sánchez Cordero; a los civilistas Rafael Rojina Villegas, autor de un amplio tratado de su materia, y Antonio de Ibarrola; al administrativista Alfonso Cortina Gutiérrez, fundador del Tribunal Fiscal de la Federación; a los constitucionalistas Antonio Martínez Báez, acucioso investigador, y Octavio A. Hernández, maestro y amigo; al teórico del Estado —así se llamaba su materia: Teoría General del Estado— Emilio O. Rabasa; al querido y recordado maestro Javier Piña y Palacios. Y a muchos más, notables mexicanos, eminentes catedráticos, hombres de bien. Por cierto, esto último no es una gala menor.

Celebro que en estas horas la Universidad Nacional mantenga el paso con firmeza. Saludo a los órganos, instituciones, agrupaciones de varia competencia que la acompañan en su misión y procuran su grandeza, como la infatigable y benéfica Fundación UNAM, que ha sabido atraer la solidaridad y el apoyo de los egresados. Y miro, con la multitud de los universitarios, la marcha de nuestra gran institución —“Máxima casa de estudios”, le decimos, porque lo es— y el curso de su autonomía, que debe preservarse sin quebranto ni regateo. Es el oxígeno que necesitamos para ser y respirar. Así ha servido a México. Así le servirá. Ha sido, es, será Universidad del pueblo, plantel democrático en el sentido más honorable, eficaz y trascendente.

Conozco otras universidades en muchos países, con eminencia y excelencia; pero ninguna cumple una misión tan relevante y directa en la historia de una república y de sus modernas instituciones. Su vigencia es prenda de la vigencia de México. Con justicia la identificamos como “Universidad de la nación”. La UNAM está de fiesta en 2019, nonagésimo aniversario de la primera ley de autonomía y cuadragésimo de la reforma que instaló la autonomía de las universidades públicas en la letra y el espíritu de la Constitución. De ahí no debe salir. ¿Conforme, don Justo?, ¿de acuerdo, universitarios?

Investigador jubilado, docente y profesor emérito. Instituto de Investigaciones Jurídicas UNAM

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