Se cumplen, este 29 de marzo, 13 años de la partida al viaje sin retorno de mi compañero por 37 años y tres meses, Salvador Elizondo. Viví con él y para él desde el final de 1968 hasta su muerte. Con el tiempo, su ausencia se ha convertido, gracias al prodigio de la memoria, en una presencia constante. Casi todo lo que hago y pienso me remite a su recuerdo.

Quisiera rememorarlo, en esta ocasión, sin sentimentalismos ni cursilerías de viuda. Ya he contado que murió como Errol Flynn, “con la botas puestas”, en su caso con la pluma fuente en mano, a manera de fusil.

Fue un hombre fascinante por su cultura y sabiduría. Su historia bien vale una buena biografía que tal vez con el tiempo se escriba, aunque el propio Salvador escribió un intento de autobiografía a los 32 años, cuando era muy joven y aún le faltaba mucho por vivir. La tituló, en su segunda edición para la Editorial Aldus, Autobiografía precoz.

Debo admitir que nunca me aburrí con Salvador, sabía mucho de literatura y siempre estaba leyendo. Era un lector ávido y tenaz, que se entusiasmaba con lo que leía y siempre me lo manifestaba, lo que me llevó en muchas ocasiones a leer lo mismo que él. Aprendía yo mucho con él, si bien había yo recibido de mis padres una educación encaminada al arte, sobre todo a la música y a la pintura, en realidad era yo una ignorante a los 23 años, cuando me uní a Salvador.

Entre los mejores momentos de éxtasis de nuestra unión estaba la admiración mutua a las grandes obras del hombre. Nos sentábamos en el corredor de nuestra casa en Coyoacán a platicar de mil temas, Elizondo sabía de todo, o sea, era un “sabelotodo”, una clase de hombre hoy calificado como algo negativo por el gobierno actual.

Sabía de literatura, de arquitectura, de pintura, de escultura, de filosofía, de poesía, de historia, de política; hablaba chino, francés, italiano, alemán e inglés ; conocía el nombre de las telas de algodón y de los tweeds irlandeses, sabía de modas; conocía a la perfección los nombres de las calles y los barrios de Londres, París, Roma, Nueva York, etc., de manera que estar con él era estar con una enciclopedia abierta.

Sentados en ese corredor, en sendos equipales, con un whisky en la rocas, solíamos observar nuestro jardín que cuidábamos y amábamos mucho. Nos admirábamos del ciclo de la vida, de los periplos que se cumplían inexorablemente cada año. En primavera florecía la jacaranda que adornaba el fresco pasto de jade con un tapete de flores color lila, estallaba el granado colmado de flores, los naranjos en flor y las glicinas aromatizaban al atardecer ese jardín encantado… Pero sobre todo, lo más importante para mí y por lo que más recuerdo a Salvador es por su gran sentido del humor. La ironía y nuestras risas, a veces a carcajadas, aún hoy resuenan en mis recuerdos...

Es el privilegio de una vieja, como yo, que aún puede recordar lo vivido. Hoy amo y admiro a Salvador Elizondo más que nunca, vivirá en mí mientras conserve yo mi memoria…

***Foto: El escritor Salvador Elizondo, Coyoacán, 1999. (CORTESÍA PAULINA LAVISTA)

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