El 29 de septiembre de 1975 rompimos relaciones diplomáticas y comerciales con el gobierno franquista de España, (claro está que México siempre reconoció al gobierno republicano y sus representantes como el legítimo gobierno español, pero en los años 50 habían retomado las relaciones con aquel país). La postura del presidente Luis Echeverría fue tajante ante el fusilamiento de cinco activistas españoles en aquel año, en un endurecimiento de las represalias del tambaleante gobierno franquista. Por un lado, buscaba lavar su relación con la matanza de estudiantes del 68, por otro, dicen los entendidos, buscaba ser secretario general de la ONU cuando terminara su gobierno, lo que es claro es que manifestaba una postura congruente desde que México, con el presidente Cárdenas, recibiera a los exiliados españoles durante y al final de la cruenta Guerra Civil que ganaran los falangistas apoyados por los países del bloque Nazi.

Los que somos hijos de migrantes españoles, como lo soy yo tanto por el lado de mis abuelos paternos (principios del siglo XX), como por mi madre, quien vino como niña de la guerra en 1937, para obtener nuestro pasaporte tuvimos que firmar una renuncia a la nacionalidad española. Mi carta está fechada en 1976 y recuerdo que había una extraña sensación en mi padre y mis hermanos cuando acometimos el acto que condicionaba nuestra posibilidad de viajar: dar la espalda a nuestras raíces. A Franco se la habíamos dado siempre, pero no a la España de los ideales, no a la España que era parte de nuestra cultura, donde estaba la mitad de la familia de mi madre. Nos parecía más que bien la postura dura ante las últimas muestras de represión de cualquier voluntad de cambio político del país por parte del reprobable y agonizante Franco (literal, pues moriría menos de dos meses después, el 20 de noviembre), pero atentaba también contra nuestra historia familiar y la de muchos. Fue hasta 1977, en fecha casi coincidente con la petición del actual presidente a España de absurdo perdón por los daños de la Conquista, un 28 de marzo, que se reanudaron las relaciones y el dichoso papel ya no fue necesario. Incluso, con el gobierno de Zapatero del PSOE, al frente de España, se abrió la posibilidad de solicitar la nacionalidad española y ostentar la doble nacionalidad para quien pudiese demostrar el origen de sus padres. Tener doble nacionalidad es una condición circunstancial, pero también es una manera de percibir el arraigo, los anhelos, las pérdidas, los viajes, las fundaciones, los mestizajes y los muertos que, viniendo de otra geografía, dejaron hijos, nietos y han sido enterrados en este lado del mundo.

Por eso cuando el Presidente, que debe representarnos a todos, tira una piedra innecesaria, o lo hace con un discurso inapropiado, más una ocurrencia que una verdadera transformación para este necesitado país, uno piensa en que la piedra es boomerang, que la piedra regresa y lastima la complejidad de una relación histórica. Que aquel perdón ya había sido expresado en 1836 por la reina Isabel II, con su carga simbólica, después de la lucha de independencia y que ahora se presta para renovar enconos. Cuánto coraje guardado puede expeler el resentimiento que busca un pretexto para hallar nuevos culpables y categorizar en blanco y negro. Mea culpa señor Presidente por ser tan mestiza como usted, y llevar también sangre árabe en el Almoguera que me legó mi abuelo andaluz, en las huellas de los romanos conquistando España, en los sacrificios de las guerras floridas donde los mexicas amancillaban a los otros. Tanta sangre por todos lados, tanto revolcón de alcoba, tanto maridaje de fogón para que nos vayan maltratando la altura de la cocina mexicana —patrimonio de la UNESCO— que es raíz prehispánica más todo lo que trajo España (que ya había adoptado el ajo romano, el azúcar y el destilado alambicado de los árabes, las gallinas de la India, el legado africano con los esclavos negros) y posteriores migraciones: tanto sucediendo para construir un hoy incierto en el mundo. ¿Por qué poner piedras en las manos de quienes tienen ganas de aventarlas, —un ignorante diputado de Morena dice que los españoles son la peor raza (y se atreve a usar el racista vocablo “raza”)— más todo lo que se sume?, ¿por qué empeñarse en simplificar nuestro país como dos bandos de un ring: conservadores y liberales, fifís y pueblo, los morenistas y todos los demás? Sobra decir que gobernar en la diferencia es de sabios.

Cuando mi madre y su familia llegaron a México en el 37, uno de los primeros trabajos de mi abuelo fue en el ingenio azucarero de Los Mochis. Entre muchos recuerdos felices, contaba mi madre que a sus hermanos que llevaban pantalón corto (a la europea) en lugar de pantalón largo y que hablaban con la Z, otros niños les tiraban piedras y se burlaban de ellos. Por ignorancia sin duda, por rechazo a lo diferente. Ahora que usted ha tirado una piedra innecesaria en las aguas amables y contemporáneas de nuestra relación con España, azuza a los que ya tienen las municiones de la denostación en sus puños. Los actos y las palabras cuentan. Y yo tengo, orgullosamente, la doble nacionalidad. Pero soy mexicana porque aquí he vivido toda mi vida: en el país que amo.

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