Mi tía Clarisa fue una maestra extraordinaria de educación básica, formada en la Normal Superior del cardenismo, es decir, con los ideales de la educación constitucionalmente bautizada como socialista. El educador debe ser educado. Ella vivió muchos años en la colonia Roma, en un departamento del Multifamiliar Juárez (construido para educadores) y en el largo transcurso de su vida en la Roma, contrató a algunas muchachas jóvenes (trabajadoras del hogar), con quienes estableció una relación laboral de cierto paternalismo (o maternalismo, cabría decir), particular. Las solía bautizar con un apodo de su invención, como por ejemplo, Lucía de Lammermoor, a raíz de la ópera italiana; o Brigitte, por la actriz Bardot. Las muchachas querían mucho a mi tía Clarisa, pese a su situación de subordinación social y laboral, y ella les correspondía, desde la distancia de su estatus de maestra. No era una relación salarial impersonal cualquiera. Creo que las veía un poco como a sus estudiantes menores de edad. Y en efecto, a más de una le enseñó a leer y escribir, les aconsejaba sobre sus parejas, sus compras de ropa, su cuidado personal, su alimentación, como una autoritaria segunda madre. Si no recuerdo mal, Lucía de Lammermoor estudió para hacerse secretaria, se independizó y visitaba a su “expatrona” durante años. Tomaban café. Esta forma amable de maternalismo se manifiesta también en Roma, la notable cinta de Cuarón, aunque ambas sean acaso marginales a la historia dominante de maltrato y desprecio hacia las trabajadoras del hogar por la mayor parte de las clases altas mexicanas.

Sirva esta anécdota para mostrar aspectos de la complejidad y sutileza de la relación laboral de las empleadas del hogar, hoy que se ha aprobado un programa piloto para incorporarles al Seguro Social, como un paso hacia reconocer al fin su condición de trabajadoras y trabajadores con derechos iguales a los demás miembros de la fuerza laboral del país. La extraordinaria importancia en cuanto al volumen de trabajo social involucrado en las tareas domésticas –ese trabajo que nunca termina- es difícil de minimizar.

Parte del éxito de Roma, proviene de que muestra una experiencia personal que es compartida por millones. Comencemos por su escala. Según cifras del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (CONAPRED), las y los trabajadores del hogar suman hoy más de 2.3 millones de personas. En términos de empleo, el único contingente profesional comparable por oficio son los maestros, que alcanzaron 2 millones de docentes en 2017, sumando los niveles de preescolar, primaria, secundaria, educación media superior y superior, tanto pública como privada, es decir todos los maestros de México. Las muchachas (estoy discriminando, pues hay un 10% de hombres, aproximadamente), suman más que todos los profesores juntos. Si se considera exclusivamente a los profesores de primaria, entonces las muchachas suman el doble, pues el número estimado de este grupo es de 1.2 millones. Dos por uno.

Para insistir en la relevancia social del trabajo doméstico remunerado consideremos otro ejemplo. El total de ocupación en la industria minera, una de las más dinámicas en México, contaba con 345 mil trabajadores en 2017, apenas un 15% del empleo doméstico. Es evidente que el trabajo de la minería es más productivo que el doméstico (si se mide como producto por hombre ocupado), pero el trato que los economistas tradicionales hacen de la productividad es engañoso. El trabajo y la productividad no existen en forma aislada, como un asunto independiente del resto de la actividad económica o de los desocupados (que también comen). La cifra decisiva de la productividad es social. Involucra la infraestructura física y cultural de un país. La productividad del trabajo doméstico, en sentido estrecho, es reducida, debido a la baja calificación inicial necesaria para ejercerlo, pero incide indirectamente sobre la productividad social del trabajo. La productividad de la tía Clarisa hubiese sido impensable sin Lucía de Lammermoor.

Las modalidades del trabajo doméstico han variado mucho respecto de los recuerdos de Cuarón. En Roma, los protagonistas de la pareja (en crisis) que encabezan la familia, tienen 4 hijos, que conviven con la abuela materna (de origen caucásico, rubia y enorme), y dos muchachas indígenas, pequeñitas, que hablan entre sí en su lengua, que apenas paran de trabajar, casi siempre con una sonrisa y tienen su propio cuarto “de servicio”. Nueve personas en total. Este tamaño de familias, propio del México de mediados del siglo XX, explica la tendencia al empleo “de planta” para las muchachas, y por tanto a la convivencia cercana y a la posibilidad de una relación paternalista que invisibilizaba, hasta cierto punto, la subordinación. Roma reproduce con fidelidad asombrosa el México de los años setenta: calles, casas, cines, autos, muebles, ropa y, por supuesto, cada uno de los personajes. Por eso, Cleo (Yalitza Aparicio), puede llegar a ganar un Oscar. Dios me oiga.

Medio siglo después, los arreglos familiares de las declinantes clases medias mexicanas son muy diferentes. Mucho más pequeños. Se combinan, entre otros factores, un menor número de hijos por pareja, una mayor participación de la mujer en el mercado laboral (lo que significa que se requiere de dos salarios para salir apenas adelante), los crecientes servicios de guarderías y de atención a los adultos mayores. Así, las nuevas viviendas reducen su tamaño cada vez más. Desaparecen los “cuartos de servicio”. En los departamentos se comparten recámaras y aumentan los roomies (la colonia Roma de hoy es un buen ejemplo). Por tanto, las muchachas han pasado a trabajar de “entrada por salida”, con varios clientes, con frecuencia en direcciones distantes entre sí, y las relaciones paternalistas, à la tía Clarisa, han disminuido, mientras el estatus impersonal de trabajadoras asalariadas por horas tiende a imponerse cada vez más. Expulsadas de las viviendas de sus patrones (donde no pagaban renta o mejor dicho esta era una parte invisible del salario), las muchachas pasan a vivir a las afueras de las ciudades, donde se concentra la precariedad de los servicios y la inseguridad. Ahora, invierten también muchas horas en el infame tránsito de ida y vuelta, hacia y desde, los barrios de las clases medias y altas. Los estándares de vida caen. Se impone el cruel pago al contado.

Estas tendencias contribuyeron a que la Suprema Corte de Justicia (no todo lo que hace es negativo), se pronunciara en 2018 por la inconstitucionalidad del régimen especial vigente hasta entonces para este grupo (salvo un marginal 2.2% en que los patrones optaron por un régimen voluntario de afiliación al IMSS). La explicación se ampara en la naturaleza del contrato (básicamente verbal) entre las muchachas y los empleadores, en que estos últimos, en su gran mayoría, no tiene el carácter de empresas. En Roma, Cleo es conducida a una clínica del IMSS debido al fortuito caso de que su patrón era médico de la institución, donde se produce la tragedia de su hijo muerto. Pero, ¿cuántas tragedias no ocurren hoy día a día sin el amparo de nadie?

La Suprema Corte decretó que la Ley del Seguro Social contraviene el artículo 123 constitucional y abrió la posibilidad de un programa piloto de afiliación en el IMSS, programa recientemente aprobado por el Consejo Técnico de la institución, lo que indica el inicio de un posible cambio positivo para las trabajadoras del hogar luego de una larguísima trayectoria de humillaciones y resistencias, abiertas o sutiles. Muy lejos está la época que describe magistralmente Rosario Castellanos en Balún Canan. Castellanos escoge a una pequeña niña, hija de finqueros en los Altos de Chiapas, para narrar su novela. En un fragmento, la niña recuerda la despedida que le da su nana (misma que la había amamantado), y la lleva a la Iglesia a orar por su bienestar ya que al ser enviada a otra ciudad no podrá cuidarla más directamente: “Vengo a entregarte mi criatura... Tú que estás aquí lo mismo que allá, protégela (…) Guárdala, como hasta aquí la he guardado yo, de respirar desprecio.”

Cuernavaca, 5 de febrero de 2019 (102 aniversario de la Constitución).

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