Andrés Manuel López Obrador siempre ha insistido en que su trato con Donald Trump será de respeto mutuo. Durante la transición y en las primeras horas de su gobierno, la relación con el presidente de Estados Unidos parecía augurar al menos civilidad. López Obrador se ufanaba de su buena comunicación con Trump mientras aquél presumía de la buena química con el nuevo presidente mexicano, sobre todo después del papel que tuvo López Obrador para, se dice, destrabar parte de la negociación comercial. Las cosas han cambiado. Ahora la relación enfrenta su primer obstáculo.

A principios de la semana pasada, el canciller Marcelo Ebrard anunció un ambicioso plan de desarrollo para los tres países centroamericanos de donde proviene la mayor oleada migratoria de los últimos años: Honduras, El Salvador y Guatemala. De acuerdo con Ebrard, el gobierno mexicano invertirá 30 mil millones de dólares a lo largo de cinco años para fortalecer la economía y respaldar la depuración de las instituciones de esos países. Hasta ahí, todo bien. Es loable que el nuevo gobierno mexicano tome en serio su papel como líder regional: México tiene profundos vínculos con los tres países y, más allá del tremendo éxodo migratorio, la inestabilidad allá tiene repercusiones de toda índole acá. Apoyar al llamado “triángulo norte” no solo es una decisión moralmente meritoria; es también de interés nacional.

El problema es que, quizá en un intento por despuntar en el gabinete, Ebrard se apresuró a anunciar una supuesta inversión histórica estadounidense en la zona. El canciller presumió la inyección de 5 mil 800 millones de dólares como si fuera un logro inédito, producto de la persuasión del nuevo gobierno mexicano. No es ni lo uno ni lo otro. La mayor parte del monto es simplemente una renovación de compromisos. El aumento real de ayuda a la región el año que viene en el presupuesto de Trump es de apenas 180 millones de dólares, muy lejos del incremento solidario que promete Ebrard. Hay, es verdad, el compromiso de quizá invertir 2 mil 500 millones de dólares, pero no se trata de asistencia de ninguna índole sino de posibles inversiones privadas estrictamente reguladas a través de la agencia gubernamental llamada OPIC, que se concretarán solo si dicha agencia aprueba proyectos “comercialmente viables”, matiz no menor. Vender todo lo anterior como una auténtica sociedad con Estados Unidos para el desarrollo centroamericano es un acto de ingenuidad o, peor todavía, un engaño.

Pero este no fue, por increíble que parezca, el peor capítulo de la semana en la relación bilateral. Ese honor le corresponde al anuncio del aparente convenio entre ambos gobiernos para que Estados Unidos devuelva a México a miles de potenciales refugiados centroamericanos mientras esperan la resolución de su solicitud de asilo, un proceso que puede tomar un lustro. De nuevo, la Secretaría de Relaciones Exteriores trató de vender el supuesto acuerdo como un compromiso humanitario proceso de un diálogo bilateral. De nuevo: no fue lo uno ni lo otro. Se trata de una imposición unilateral que Washington compartió con el gobierno mexicano apenas unas horas antes de revelarla. La intención no es humanitaria sino punitiva. Para Trump y sus nativistas, negarle a los refugiados centroamericanos el derecho a permanecer en Estados Unidos mientras avanza su proceso es un acto de intimidación que tiene como único objetivo disuadir el flujo migratorio. Del lado mexicano, otra vez, de un acto de ingenuidad o, peor todavía, de un engaño. Marcelo Ebrard sabe que México no tiene obligación alguna de aceptar las condiciones estadounidenses. Sabe, además, que los migrantes centroamericanos enfrentarán dificultades enormes en México, cuyas instituciones no tienen los recursos suficientes para atenderlos como es debido.

Ebrard lo sabe porque conoce el lamentable estado de las maltrechas agencias mexicanas encargadas de atender a los refugiados. Sabe que la Comar (Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados) y el Instituto Nacional de Migración están rebasadas, sin recursos ni personal suficiente para atender la crisis. Y sabe también que ambas agencias han visto reducido su presupuesto para el año que viene de manera dramática. Tonatiuh Guillén, el nuevo comisionado del Instituto Nacional de Migración, ha insistido en que el recorte no afectará el buen funcionamiento de la organización a su cargo. La buena intención de Guillén (un hombre respetado y de experiencia) es encomiable, pero quimérica. Absolutamente todos los diagnósticos hechos por expertos sobre la crisis migratoria proveniente de Centroamérica solicitaban más recursos para el INM y la Comar, no menos. Ahora, Guillén tendrá que hacer maravillas con menos.

Es a ese México a donde llegarán, gracias a la inusitada concesión de Marcelo Ebrard y Andrés Manuel López Obrador, miles y miles de inmigrantes centroamericanos. No es difícil calcular que buscarán instalarse en ciudades fronterizas, a esperar ahí a que se abran las puertas de su verdadero destino en Estados Unidos. Esas mismas ciudades están rebasadas, como ha explicado el alcalde de Tijuana (quien, por cierto, lamentó que nadie le consultara sobre la viabilidad del famoso acuerdo). Los migrantes requerirán atención y ayuda para vivir con dignidad. Del otro lado encontrarán agencias sin recursos, sin personal y, uno teme, sin paciencia. El único que estará sonriendo será Donald Trump, contento de que ha logrado verle la cara, por ahora, a un segundo gobierno mexicano de manera consecutiva.

No aprendemos. Simplemente no aprendemos.

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