La confesión de Juan Carlos Hernández, el hombre acusado de asesinar a una veintena de mujeres en Ecatepec, dio pie a un buen debate periodístico: ¿puede la vida de un delincuente, de un individuo responsable de faltas atroces, iluminar un fenómeno criminal más amplio (en este caso, la epidemia de feminicidios en México) o, aún más, descubrir las fracturas de una sociedad? En otras palabras: ¿puede la investigación biográfica de Hernández enseñarnos algo no solo de sus propias pulsiones criminales sino del México de estos tiempos tan jodidos?

Daniel Moreno, director de Animal Político, piensa que no. A finales de la semana pasada, en una breve conversación por Twitter, Moreno me dijo que “entender a un psicópata” como Hernández “de poco sirve para entender un fenómeno que cuesta la vida de siete mujeres cada día”. Otros, como Gabriela Warkentin y Javier Risco, decidieron no transmitir la declaración de Hernández por la radio. Warkentin explicó, de nuevo en Twitter, que ambos habían tomado la decisión porque los medios, dice, deben “bajarle a la expansión del miedo. Informar, sí. Pánico social, no”.

Para mis tres colegas, entonces, la difusión de la brutal descripción de motivos de Hernández y los atisbos notables que el acusado arrojó sobre su vida suman poco a la comprensión periodística de los homicidios de Ecatepec y, más importante aún, a la explicación más amplia de la tragedia mexicana.

No estoy de acuerdo.

A diferencia de Warkentin, Moreno y Risco, tiendo a pensar que la hipotética revelación periodística profunda de la vida de Juan Carlos Hernández podría arrojar más luz de la que imaginamos sobre los vicios y dolores del México del 2018. Debo aclarar que dicha investigación no equivale a la glosa a bote pronto de algún supuesto psicólogo que, de oídas y desde su consultorio, diagnostica las posible motivaciones del criminal. Eso no es periodismo; eso es llenar aire con ocurrencias. Yo me refiero, más bien, a un trabajo periodístico arduo, de reportaje auténtico.

Ese, creo, sirve y sirve de mucho.

Hay ejemplos polémicos, como el acercamiento feroz a desentrañar la mente criminal que usó Capote en A Sangre Fría. Pero hay otros más éticamente cristalinos y reveladores. El mejor es el libro de la eminente periodista noruega Asne Seierstad sobre el asesino Anders Behring Breivik y la masacre en la isla de Utoya en el 2011. Reportera de guerra, con un ojo clínico para las devastadoras consecuencias psicológicas de la violencia, Seierstad escribió su libro sobre Breivik con la intención de explicar de manera minuciosa (la crónica a detalle del infierno en la isla es realmente difícil de leer) los crímenes de Breivik, inéditos en una sociedad como la Noruega, sino también al entorno social que ayudó, como un caldo de cultivo espantoso, a crear los resentimientos, los dolores y, al final, la furia asesina del hombre que, con los años, terminaría matando a 77 personas en un solo día.

Seierstad dedica buena parte del libro, claro está, al entorno familiar de Breivik. Lo notable, sin embargo, es que, con el paso de las páginas, la crónica de Seierstad se vuelve también una historia del lado más oscuro de la vida noruega. Es, en el sentido más estricto, un espejo periodístico que obliga a los lectores de su país, donde se publicó antes que en ningún otro lado, a reflexionar sobre las grietas de la nación noruega. El título del libro es estremecedor y preciso: Uno de nosotros. Breivik, dice Seierstad, no era algún extraño que de pronto apareció en Oslo para perturbar la serenidad del que es, sin duda, uno de los países más armónicos del mundo. Por el contrario, sugiere poco a poco el libro, el asesino de Utoya, con toda su locura, su racismo, su ira, es producto de la sociedad noruega. Al entenderlo sin tapujos, los noruegos también pueden entenderse a sí mismos, o al menos su cara más tenebroso.

Juan Carlos Hernández, me temo, es también uno de nosotros. Hay, en su biografía, patrones que de pronto parecen repetirse en la vida mexicana: la familia fracturada, el padre aparentemente ausente, el abuso sexual infantil. Ahí está también la marginación, la desigualdad, las secuelas de la violencia, sin olvidar el descuido de la salud mental. La vida de Hernández esconde otros secretos, pistas no solo de su desenfreno homicida sino de eso en lo que se ha convertido México. No se trata de justificarlo, ni mucho menos de “romantizarlo”. Eso, de nuevo, no es periodismo. El periodismo, en cambio, trata de comprender, de explicar en el sentido etimológico de la palabra: sacar los pliegues, descubrir la condición humana. Eso es lo que hace Seierstad en su libro sobre Breivik. Y eso es lo que podría darnos algo parecido sobre Hernández (y, por supuesto, sobre otros sociópatas de nuestra tragedia). El nosotros está en ellos. Aunque nos duela.

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