Como pocos eventos del siglo XXI, la continuidad del régimen de Maduro se ha convertido en un clivaje ideológico que ha llamado nuevamente a las naciones a tomar bandos. El sábado, en el Consejo de Seguridad de la ONU revivió aquel argot geopolítico que creíamos sepultado en los anales de la Guerra Fría. Por un lado, Estados Unidos calificando a Venezuela como “país satélite” de Rusia; Rusia acusando de “imperialismo” las acciones encaminadas a reconocer a Guaidó; Cuba, y Nicaragua denunciando la reinstauración de la Doctrina Monroe; Alemania apelando a la crisis de seguridad y a las violaciones de derechos humanos; y Colombia denunciando los crímenes de la dictadura de Maduro. En tal contexto, nuestro embajador, Ignacio Gómez Camacho, intervino brevemente para reiterar la postura de “neutralidad” que México ha sostenido infructuosamente en las últimas semas. Una postura tibia que no sólo resta al ya menguado liderazgo regional de nuestro país, sino que nada suma a resolver el conflicto.

En un tema tan ideologizado, es común que cada columnista vierta sus filias y fobias sobre el gobierno en turno; anticipo que no es mi propósito. Tengo amigos venezolanos exiliados y una parcialidad evidente en la comprensión de la situación política de Venezuela. Tengo también la convicción de que el régimen de Maduro es una dictadura y que cualquier gobierno de izquierda atenta contra sus propios principios al reconocer su gobierno. No obstante, en el análisis de las relaciones exteriores no importa nada las convicciones del analista, menos los señalamientos e intereses políticos de la oposición, quienes naturalmente (y como debe ser) encontrarán siempre criticables las acciones del gobierno. El único criterio relevante es si las acciones diplomáticas de México contribuyen a la solución del conflicto político en Venezuela y, de manera secundaria, si estas acciones restauran el liderazgo internacional de nuestro país.

En primer orden, hay que reconocer que la cancillería mexicana ha tenido una estrategia clara y consistente frente al caso venezolano: mostrar cercanía al régimen de Nicolás Maduro para convertirse en un interlocutor válido entre la oposición y el gobierno. Por cercanía no me refiero al encuentro que López Obrador sostuvo con su homólogo tras invitarlo a su toma de posesión, sino a la consecuente asistencia de la representación mexicana a la juramentación de Maduro. En la práctica, el segundo fue un acto de mayor relevancia, pues con su asistencia México legitimaba la toma de protesta del mandatario, a pesar del contundente rechazo que la OEA y la Unión Europea realizaron de las elecciones venezolanas del 20 de mayo.

México mismo, junto con el Grupo de Lima, exigió a Venezuela detener las elecciones al considerar que no había garantías suficientes para desarrollar un proceso democrático. Entonces las relaciones exteriores se conducían por Luis Videgaray, y aunque en un universo ideal el Estado Mexicano debiera mantener coherencia en su política exterior, sin importar el partido en turno, lo cierto es que López Obrador tiene el legítimo derecho de rectificar el camino. Así lo hizo. Tanto por simpatías ideológicas como por la necesidad de distanciarse del gobierno anterior, y quizás bajo el consejo de Marcelo Ebrard, Obrador concibió que su gobierno podría anotarse un enorme acierto de lograr mediar exitosamente el conflicto, como en su momento México lo hizo con las guerrillas de Nicaragua, Guatemala y El Salvador.

En su hipotético, mientras los países comenzarían a plegarse a Estados Unidos desconociendo a Maduro, México sería el único que se mantendría cercano al régimen venezolano justificando su postura bajo la doctrina Estrada. Maduro confiaría en México para servir como mediador con la oposición. De lograr concertar la paz en Venezuela, las críticas recibidas por el acercamiento con el líder chavista, serían una nimiedad. Como en sus días gloriosos, México sería nuevamente un punto de equilibrio y aplomo diplomático en el tablero internacional. El distanciamiento con las demás potencias sudamericanas se entendería como un acto de dignidad diplomática, colocándonos nuevamente en la región como una alternativa entre el castrismo y el intervencionismo estadunidense. Era una estrategia coherente, pero irreal.

Para varios actores —quizás menos para México— era previsible el cambio de régimen. Tras años de protestas, represión y mesas de diálogos, por primera vez la oposición venezolana define las reglas del juego. Por mucho tiempo su capacidad de respuesta fue sólo reactiva y su división terminó por fragmente su fuerza política. No obstante, el nombramiento que la Asamblea Nacional hizo de Juan Guaidó como presidente, logra que la oposición tome las riendas del proceso de transición en Venezuela. La envestidura de Guaidó habría sido decorativa si no hubiese contado con el respaldo activo de miles de venezolanos que audazmente asaltaron las calles de Caracas el 23 de enero, pero para hacer gobierno aún depende del reconocimiento internacional.

Hoy México tiene una interlocución privilegiada con Maduro, ventaja diplomática que le sirve de nada cuando la oposición se ha convertido en el nuevo protagonista de la transición. Por si fuera poco, la oposición rechazó la oferta de Uruguay y de México: “Pa’ falso diálogo aquí nadie se presta”, reviró Guaidó al ofrecimiento. Mientras tanto, los países comienzan a desconocer en cascada al gobierno de Maduro. De entre todas, la postura más inteligente fue la de la Unión Europea, que al mismo tiempo que se distanció del intervencionismo estadunidense, lanzó un emplazamiento a Maduro para convocar a nuevas elecciones; de lo contrario, reconocerá a Guaidó como presidente. La credibilidad de sus palabras se demuestra en el posicionamiento de España, Francia y Alemania que han dado ocho días a Maduro para organizar elecciones libres.

México se queda en el peor de los escenarios. Su ofrecimiento de diálogo es un adorno retórico al no haber emplazado al gobierno de Maduro con tiempos y mecanismos específicos. Aún bajo un apego estricto a la doctrina Estrada, nuestro país tenía más opciones que el arrinconarse con Uruguay en la indefinición. Pudo, por ejemplo, retirar a sus agentes consulares como una protesta activa ante el nuevo mandato inconstitucional de Maduro. Pero no lo hicimos. Por el contrario, dimos un respaldo pasivo a un gobierno dictatorial; un cheque en blanco al reiterar sistemáticamente que mantendríamos nuestras relaciones sin importar los acontecimientos venideros. ¿Será que seguiremos apelando a “la libre autodeterminación de los pueblos” si la represión al pueblo venezolano recrudece?

@jlgallegosq

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