En días recientes han aparecido y se han multiplicado testimonios de mujeres que libraron su secuestro afuera de alguna estación del metro de la Ciudad de México. Lo que cualquiera pensaría, por mera probabilidad, es que hay otros testimonios iguales que ya no se escribieron ni se escribirán nunca porque quienes intentaron el secuestro lo consiguieron. Las redes sociales, como han hecho siempre, potencian nuestras virtudes y más horribles defectos. No han faltado quienes pongan en duda los citados testimonios, los subestimen o incluso culpen a quien los narra, como si una persona pudiera no provocar su secuestro de algún modo, o como si escapar de una situación así de extrema fuese asunto sencillo.

Hay reacciones interesantes y nobles, desde luego. Desde quienes piden prenderse un listón de una manga para manifestar fuera de las redes solidaridad por un temor y furia comunes hasta quienes ponen a prueba instrumentos de defensa y hacen tutoriales de maniobras de escape. Las marchas y movilizaciones civiles son recordatorios de que estos hechos recientes representan apenas la punta de un iceberg de asesinatos y desapariciones que debieron importarnos siempre mucho más. Un témpano desolado que puede rastrearse tiempo atrás hasta Ciudad Juárez. De ese tamaño es nuestra deuda como sociedad con las mujeres. Más grande que todas las marchas juntas, más grande que Puebla, Tlaxcala y Ecatepec.

Las crónicas más duras, querida ciudad, son las que te piensan como una capital donde reina la ley de la selva. Donde el Estado de Derecho debe seguir los protocolos para ser, en efecto, un Estado de Derecho. Pero hace que la justicia siempre llegue tarde a nuestras citas, si alguna vez aparece. Relatos donde mujeres que sobrevivieron aconsejan luchar ese episodio de secuestro como uno de vida o muerte. Tanto que lo es, ciertamente, pero subrayan que es preferible morir en ese forcejeo que seguir vivas y sobrevivir para ser llevadas a quién sabe dónde, por quién sabe cuánto tiempo. Y causarle una zozobra a sus familias que durará un tiempo indefinido hasta que las encuentren. Ésa es la realidad para quienes se atreven a alzar la voz y no les tiembla la garganta para dar consejos de escapatoria. Ante la certeza de la muerte es preferible ser ubicable con prontitud por quienes te sobreviven.

Hay algo que se nos quebró dentro, querida ciudad. Porque hemos normalizado lo atroz, lo absolutamente espantoso de saber que las mujeres de nuestra comunidad no pueden hacer ni un trayecto seguro a casa, que no logran sentir seguridad en ninguna parte. La denuncia es el punto de partida para que los aparatos institucionales investiguen y persigan. Pero todo eso sucede cuando lo peor ya ocurrió. Y con un país tan hecho polvo como éste, en el que tenemos metida la violencia en los huesos, donde los enfrentamientos de organizaciones delictivas son igual de cotidianos, ser valiente sale muy caro. Qué paradoja enfrentan quienes estuvieron alrededor de las narradoras de las crónicas de estos días. Me rehúso a pensar que todos son indiferentes. Antes pienso que hay quienes aprietan los puños y sienten que les tiembla la sangre porque en ese tratar de salvar a alguien -de no hacer de cuenta que no pasa nada- se juegan la propia, con la certeza de que a alguien ha de tocarle la desgracia.

Yo sé, querida y tristísima ciudad, que estoy diciendo un montón de obviedades. Pero dejar de decir que no es normal lo que viven las mujeres en estas calles es igual que alegrarse de que uno llega en una pieza del metro a su casa a sabiendas de que otros no. Como ya ha sucedido antes, el problema se hace visible, aunque debió haber estado en el centro de la agenda pública desde hace tanto tiempo. No permitamos que se vuelva cotidiano e invisible. Sigamos hablando, poniéndole palabras al menos para anclarlo y que le salga muy caro a quien quiera mirar hacia otro lado. Que vivan tus mujeres, Ciudad de México.

Escritor

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