“Recuerdo la mañana de un lejanísimo septiembre, cuando por primera vez tuve contacto con los Dolomitas”, confiesa Dino Buzzati en Los indómitos de la montaña. “Yo tenía quince años y la montaña se me había metido ya muy dentro casi como un amor obsesivo. Resegonde, Corni di Canzo y los Prealpes de mi querida Belluno habían sido suficientes para obrar el milagro. Después de innumerables discusiones con mi madre conseguí el permiso y el dinero necesarios para abordar una escalada en serio...”

No por azar, el primer libro de Buzzati trata de Bárnabo en las montañas. Antes de aquella mañana de septiembre en el que iba a emprender el Becco di Mezzodi, por encima de Cortina, por la vía normal, acaso reconocía cada crode, las puntas rocosas de los Alpes dolomitas, porque reiteradamente las recorría en la guía de Berti. “Mi imaginación”, escribió en 1963, “transformaba las rocas más insignificantes en vertiginosas obras arquitectónicas. La prosa de Berti, que incluso en las descripciones técnicas lograba representar las cimas como si fueran personajes de ficción, me hacía subir por paredes conocidas y temidas: había momentos en que la ilusión era tal, sentía tal miedo de aquellos abismos espantosos, que hasta me faltaba el aliento”.

En su primer ascenso fue con un guía, si no su madre no le hubiera dado permiso. “En aquellos tiempos ya remotos, el guía parecía el único custodio legítimo de las montañas”.

La montaña no sólo despierta una fascinación que puede resultar fatídica; también depara historias íntimas que, a veces, importan un destino. Cada montaña resguarda peculiaridades, vientos, lluvias, nevadas, tormentas y secretos que pueden resultar peligrosos. También aquellos que se aventuran en ellas parecen singulares. Buzzati recordaba, entre otros, a Lammer, “famoso escalador en solitario, fundador del alpinismo moderno. Alemanísimo, nietzscheano, lleno hasta los topes de ‘voluntad de poder’. Conquistador de cumbres, por así decirlo, con acompañamiento de Wagner”; a Emilio Comici que, después de Preuss, “ha sido probablemente el escalador más grande y genial que haya existido”; a Attilio Tissi, “que no daba la impresión de volar, ni de estar sostenido por las alas de un ángel guardián invisible, como sucedía con Comici. Attilio Tissi avanzaba despacio, cauteloso, y a primera vista podía incluso dar la impresión de estar pasando dificultades”; al inagotable Piero Ghiglione, que “ya era un anciano en el registro civil, y en la realidad en cambio seguía siendo un hombre en plena forma al que parecía impulsar sin descanso un misterioso hechizo de juventud que lo enviaba de un continente a otro, sin límite de tiempo” y murió a los 77 años en un accidente de coche; a Tita Piaz, que murió en un accidente de bicicleta.

La víspera de su primer ascenso a la montaña, en el refugio, Buzzati miraba a su alrededor “y compadecía a todas aquellas larvas de turistas que se contentaban con ir de una cabaña a otra”. En noviembre de 1934, sin embargo, se preguntaba: “¿Cómo explicar si no que la cara norte de la Grande de Lavaredo, que hace dos años se consideraba inexpugnable, haya sido coronada una docena de veces? ¿O que vías que se consideraban extremas, como la Preuss de la Piccolissima, se escojan ya como destino de excursiones turísticas?”

Hace un par de semanas, el lunes 13 de mayo, Óscar Gogorza escribió en “el periódico global” El País que el récord de ascenciones al Everest en una temporada se produjo en 2018: 802 personas; “son turistas”, sostiene Reinhold Messner, el primero, con Peter Habeler, en ascenderlo sin oxígeno embotellado el 8 de mayo de 1978. “La mayoría de los que pisan el Everest jamás deberían hacerlo”, afirma Habeler.

“Escalar el Everest cuesta entre 26,000 y 115,000 euros”, refiere Gogorza, “la primera es la tarifa baja, pero hay una intermedia de unos 60,000 euros. La diferencia es que las tarifas bajas son operadas desde Nepal, mientras que las altas pertenecen a empresarios extranjeros que llegan a emplear varios guías para una sola persona. Sólo el oxígeno embotellado cuesta unos 5,300 euros y da para unas 20 botellas, la medida perfecta para no congelarse, dormir plácidamente y no comprometer el viaje de ida y vuelta de la cima”. Hacen cola como a la entrada a los estadios de futbol.

Entre el 22 y el 23 de mayo seis montañeros murieron. Ninguno sufrió un accidente.

En junio de 1953, Dino Buzzati preguntaba en Corriere d’Informazione: “¿Tenemos que estar contentos porque han conquistado el Everest? ¿Es realmente el 29 de mayo de 1953 un día de dicha para la humanidad?” Aunque admiraba la proeza del neozelandés Hillary, del nepalí Tenzing, del coronel Hunt, consideraba que se trataba del “último reducto de nuestra fantasía, la roca sobreviviente de lo desconocido, el fragmento residual de lo imposible que conservaba la Tierra. Aunque se haya fotografiado desde todos los ángulos, medido metro a metro con instrumental topográfico, registrado meticulosamente en los mapas, el Everest era de una inmensidad sin límites, precisamente porque no se había conquistado. Hoy se ha roto el hechizo: estamos seguros de que esta cima fabulosa está constituida como tantas otras, y no viven en ella los dioses de la montaña”.

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