Hay palabras como kilogramo, como kilómetro, como mililitro, que parecen persistir como una abreviatura. En Mil palabras, Gabriel Zaid advierte la debilidad que cultivan algunos por las abreviaturas. “El efecto es notable”, escribió, “y no bonito, porque se va formando un enjambre de abreviaturas que salta a la vista con un zumbido gráfico molesto”.

Entre los sentidos que don Sebastián de Covarrubias le atribuye a “abreviar” en el Tesoro de la Lengua Castellana o Española, primer diccionario de la lengua, procedente del “Latine brevio, as, are. Vale acortar en qualquiera cosa; contrario al verbo alargarse. Breve lo que se ha acortado y ceñido. Breve sinifica algunas vezes el mandato apostólico; y dezimos breve apostólico y breve cameral. Dixose assí por ir ceñido en la narrativa y sin sellos pendientes como las bulas que tomaron dellos el nombre. Brevemente, abreviatura, quando se escrive letra por parte o se hurtan algunas letras de la dicción”.

Don Sebastián de Covarrubias también se detiene en Breviario: “El libro que contiene en sí el rezado ecclesiástico de todo el año, donde se lee gran parte de la Escritura y Homilias de Sanctos sobre los Evangelios de tempore y de sanctis; y aunque otros libros se intitulen breviarios, absolutamente lo entiende por el Breviario Romano que reza la Iglesia universal. Brevedad, brevemente, brevissimamente”.

En octubre de 1948 se publicaron los primeros Breviarios del Fondo de Cultura Económica que ha muchos nos han deparado libros asombrosos que se han vuelto íntimos como Nuestro laberinto de Erich Kahler, como El Filbusterismo de J. y F. Gall, como El toro de Minos de Leonard Cottrell, como El hombre y lo divino de María Zambrano, como Manual de zoología fantástica y Antiguas literaturas germánicas de Borges, como El libro de la miel de Eva Crane. “En cierta ocasión”, recordaba Juan José Arreola, “hubo un concurso para ponerle nombre a una de las nuevas colecciones que estaba por comenzar; yo propuse Breviarios, y lo gané”.

San Isidoro de Sevilla sostenía que “Ennio fue el primero que creó siglas vulgares, en número de mil cien. este tipo de notas era utilizado por los amanuenses para copiar cuanto se decía en una asamblea o en los juicios a los que asistían”. Puede inferirse que ese fue el origen de la taquigrafía. Refiere asimismo que en los libros de jurisprudencia se recurre a algunas letras que son siglas de palabras para hacer más rápida y breve la escritura. Sin embargo, los últimos emperadores romanos “determinaron abolir el empleo de este tipo de notas con los códigos de leyes, porque servían de equivocación a quienes ignoraban su significado; y ordenaron, en cambio, que en las leyes las palabras se escribieran con todas sus letras, para que no dejen lugar a errores o dudas, y pusieran claramente de manifiesto lo que debía cumplirse y lo que se debía evitar”.

Advierte también que existen “notas secretas”, utilizadas por “nuestros antepasados” para “poder mantener oculto a un tercero cuanto mutuamente deseaban transmitirse por la escritura. De ejemplo nos sirve Bruto cuando escribía en clave lo que se proponía realizar, e ignoraban todos lo que aquellas letras querían decir”. Los telegramas cifrados no han dejado de sugerir tramas no siempre incitantes.

La máquina también parece haberle impuesto a muchos el vicio de las abreviaturas, que suelen imprimirlas compulsivamente con los pulgares en sus telefonitos que carecen de signos sutilmente esenciales como los acentos o los signos que comienzan una admiración y una pregunta. Gabriel Zaid ha conjeturado que esa proliferación de abreviaturas, que “no son elegantes y pueden ser confusas”, obedece a que las pantallas de los telefonitos resultan diminutas y propone introducir la tecla que.

Sospecho que más que la pereza, la premura y la falta de principios estéticos, lo que conduce a los afectos a las abreviaturas, acaso sin saberlo, es el pensamiento abreviado, que persiste desde la antigüedad griega y que Leonardo da Vinci reprobó en el “Discurso contra los abreviadores”, a los que creía que debía llamarse “olvidadizos”. “¿Qué utilidad encuentra aquel que”, pregunta en la traducción de Guillermo Fernández, “por abreviar las partes de las cosas —y cuya profesión es la de ofrecer una cabal noción de ellas—, deja a un lado la mayor parte de las cosas que componen el todo?”

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