Han transcurrido ya seis meses del mandato de López Obrador, un periodo que puede considerarse relativamente amplio como para hacer una primera evaluación. No cabe duda que hay frustración, confusión e incomprensión, y que muchos de los cambios prometidos todavía tardarán en materializarse.

Hoy estamos viendo que transformar un país es mucho más complicado de lo que parecía, que tomará más tiempo del que pensábamos y que generar cambios profundos tiene costos en la vida de todos que habíamos subestimado.

Aún así, no cabe duda que por primera vez en mucho tiempo, el país está inmerso en una transformación de grandes dimensiones. Seis meses ofrecen amplia evidencia de que estamos ante una presidencia disruptiva —en algunas cosas para bien, en otras quizás para mal— como pocas veces habíamos visto.

Si las sociedades requieren de elementos que sacudan sus cimientos de tanto en tanto, que pongan en duda nuestras certezas y destruyan viejos paradigmas, no cabe duda que la 4T representa una oportunidad única que no podemos desaprovechar.

Esa megalómana obsesión de López Obrador de pasar a la historia, sobre la que he escrito otras veces, lo ha mostrado como un presidente dispuesto a romper con el pasado y ser lo suficientemente acojonado para transformar el presente.

Hace un tiempo, en una reunión con un pequeño grupo de empresarios, el presidente hizo un comentario que a mi juicio permite entender mucho de lo que hoy estamos viviendo. Varios de los presidentes que le antecedieron, les dijo en esa ocasión, tenían buenos propósitos, querían de buena fe cambiar el país. No pudieron hacerlo, sin embargo, porque se creyeron la receta de la medicina del terror.

Así, cada vez que un presidente planteaba promover cambios, alguien salía a decir que esto o aquello no era posible porque el país se desplomaría. Ya porque los medios se le vendrían encima, ya porque las calificadoras actuarían de esta u otra manera, ya porque determinado grupo de interés no lo permitiría.

“A mí eso no me va a pasar”, habría dicho el presidente en esa reunión en la que, palabras más, palabras menos, dijo a ese reducido grupo: “A mí no me van a frenar con la medicina del terror, no me van a detener”.

Esta anécdota, que relató a este columnista uno de los presentes, explica en gran medida una postura que al mismo tiempo es una gran virtud, pero puede ser uno de sus mayores defectos. Es una virtud porque hoy tenemos un presidente que no se deja amedrentar y ha sabido poner un alto al poder económico y al funcionamiento de un Estado corrupto.

Puede ser un defecto, sin embargo, porque el presidente parece movido por una misión tan clara que por momentos se torna innegociable, incapaz de matizar o admitir excepciones e incluso capaz de arrasar con lo que sea.

No deja de sorprender que un presidente que se enfrenta a los poderes fácticos, promueve una agenda anticorrupción que toca grandes intereses y —para lograr sus objetivos— promueve una política “austericida”, no haya perdido más que 10 puntos de aprobación en seis meses.

Sorprende incluso que AMLO mantenga semejante aprobación a pesar de tener en contra a buena parte de quienes mueven a la opinión pública, de la intelectualidad pública, la comentocracia, el progretariado y los medios de comunicación. De esos sectores que se han visto directamente afectados por la reducción de la publicidad oficial y de otros presupuestos.

En el mantenimiento de su alta aprobación han incidido las conferencias de prensa, como una estrategia que –a pesar de sus problemas– le ha permitido mantener una interlocución directa con la ciudadanía y quedar menos sujeto a la manipulación mediática. Pero no cabe duda también que AMLO continúa siendo un líder con enorme credibilidad y ha logrado generar una enorme esperanza en un sector de la población. Ya lo decía Anatole France: “Nunca se da tanto como cuando se dan esperanzas”.

@HernanGomezB

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