Durante la campaña electoral, el presidente hizo una distinción, políticamente útil, al referirse a un sector de las organizaciones como la “sociedad civil fifí”: aquéllas que reciben financiamiento empresarial o se dedican al lobby de intereses privados.

Lamentablemente, en las últimas semanas AMLO volvió a poner a todas las organizaciones en el mismo barco. Generalizar de esa manera es problemático porque en México las diferencias entre los recursos y la capacidad de incidencia de las organizaciones son tan grandes como las que pueden existir entre el PIB de Senegal y de Suecia.

La Circular Uno del actual gobierno, que de manera tajante prohíbe transferir recursos públicos a organizaciones sociales, no parece considerar que los matices son necesarios cuando se hace política pública.

Ciertamente, la política de financiamiento a las organizaciones derivó en muchos casos de corrupción. Sin embargo, cerrar la llave a todas las organizaciones colocará a las que hacen un trabajo relevante —y tienen una utilidad social— en riesgo de extinción. Además, las pone en desventaja frente a las organizaciones más grandes que fácilmente podrán financiarse a través de fuentes privadas o de la cooperación internacional.

Adoptar una política pública a partir de generalizaciones puede ser contraproducente. El propio gobierno podría estarse dando un tiro en el pie, enemistándose con los cercanos y alejando a posibles aliados.

Necesitamos hacer distinciones más inteligentes. Claramente, debe terminarse con la práctica de negociar tajadas del presupuesto con organizaciones clientelares estilo Antorcha Campesina o con fundaciones privadas que son perfectamente capaces de financiar sus propias actividades.

El dinero público de todos los mexicanos no debe gastarse en pagar consultorías a grandes OSC, en que el Teletón construya clínicas para personas con discapacidad en lugar de que lo hagan los gobiernos estatales; en orquestas infantiles de la Asociación Azteca Amigos o en que Andrés Roemer organice conferencias con “mentes brillantes” a un costo de 180 millones de pesos.

Sin embargo, el fomento a pequeñas y medianas organizaciones que hacen trabajo serio y útil a la sociedad no debe descartarse de un plumazo. La Ley Federal de Fomento a las actividades de las organizaciones de la sociedad civil les da la prerrogativa de acceder a recursos públicos justamente a aquellas que realizan actividades de interés público.

El gobierno de Lula en Brasil, además de crear programas de transferencias directas, financió generosamente a una amplia red de organizaciones que actuaron como aliadas del gobierno en causas progresistas. No debiéramos ignorar esta experiencia.

Hay una larga lista de buenas prácticas dentro de la sociedad civil: desde organizaciones que promueven la participación social, la formación de liderazgos y la conciencia sobre derechos, hasta las que hacen trabajo con migrantes y víctimas de la violencia o promueven la igualdad de género, prevención del embarazo adolescente, etc...

El vocero presidencial, Jesús Ramírez Cuevas, explicó así la lógica de la Circular Uno: “Si son organizaciones no gubernamentales deberían tener un funcionamiento independiente del Estado. Y cuando se trata de una función que, de acuerdo a la Constitución, debe cubrir el Estado, la tiene que hacer el Estado”.

El primer planteamiento es discutible porque el Estado y la sociedad civil deben complementarse virtuosamente. El segundo planteamiento es válido, siempre que el Estado cuente con las capacidades para asumir estas funciones y pueda hacerlo inmediatamente.

Cerrar de un día para otro la llave de recursos generará vacíos. El más grave de ellos podría ser un Estado omiso en la protección y garantía de ciertos derechos. ¿Acaso un gobierno de izquierda puede permitirse algo así?
 
@HernanGomezB

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