En un artículo publicado ayer en Reforma, Denise Dresser le reclama al presidente utilizar la categoría de pueblo de forma excluyente. “Con todo respeto, Sr. Presidente, yo también soy pueblo”, afirmaba. Para ella, “pueblo también son las organizaciones de la sociedad civil conservadoras, los de abajo, los de arriba, los de piel blanca y los de tez morena”, etc.

En una victimización llena de humor involuntario, Dresser acusa al presidente de “poner en jaque mis libertades y las de otros”, atentar contra su derecho a disentir y su capacidad de participar, no sin antes disparar contra la 4T por pretender “lincharla” en virtud de su “identidad” su “biografía” y el lugar del que viene.

Es evidente que Dresser confunde pueblo con sociedad. No alcanza a distinguir que mientras la sociedad somos todos, el pueblo es una construcción social, una identidad que alude a grupos históricamente excluidos, marginados y agraviados; esa mayoría que la 4T busca reivindicar.

Resulta difícil creer que la doctora Dresser pertenezca al sector excluido de la sociedad, que acumule agravios históricos, haya sufrido marginación económica o discriminación étnica. Es evidente que ella no es pueblo. Y disculpándome de antemano por recurrir a la primera persona —algo de dudoso gusto— tampoco lo soy yo.

Dresser se niega a admitir y a cuestionar el extremo privilegio que significa y ha significado en México ser blanco, ubicarnos en los deciles más altos de la distribución del ingreso, vivir en las zonas de la ciudad en que vivimos. ¿O pensará ella que solamente nuestro talento es lo que nos permitió estudiar en universidades extranjeras, escribir en un diario de circulación nacional, opinar en programas de televisión o dar conferencias?

Hay una frase especialmente inquietante al final de su texto, cuando advierte: “No permitiré que la 4T me vuelva extranjera en mi propio país”. ¡¿No se dará cuenta que ya lo somos?!

Es imposible leer esa frase final sin remitirnos al más reciente artículo de Blanca Heredia donde se recurre a la misma metáfora —la de que somos extranjeros en nuestro propio país—, aunque utilizándola para demostrar la existencia de una élite alejada por completo de la realidad de las mayorías (https://bit.ly/2GzCasO).

Heredia nos plantea que con López Obrador “llegó al poder un México que las élites mexicanas llevan décadas (si no siglos) desdeñando, negando y desconociendo de forma sistemática y deliberada”. Y señala: “…Ese México de pura exclusión, resentimiento, rabia y, también, potencialidades truncas que nos pone delante AMLO y en el cual tantos miembros de la élite nos sentimos extranjeros”.

Frente al texto profundo y estimulante de Blanca Heredia, la postura de Dresser resulta especialmente autocomplaciente, frívola y reaccionaria. Mientras la primera representa a una élite autocrítica que hace un esfuerzo por entender lo que ha pasado en México desde el 1 de julio, la segunda enarbola la defensa a ultranza del status quo y de sus propios privilegios escudándose en las fórmulas liberales más trilladas.

Mientras Denise se niega a ver la realidad, Blanca nos dice: dejemos de tapar el sol con un dedo: reconozcamos nuestra extranjería, aceptemos que hemos habitado lejos del México real, segregados en el privilegio; que nuestra manera de vivir y nuestras preocupaciones son muy distintas a las de ese otro país que desconocemos.

Al final, la postura de Dresser es la de un sector de la población que se niega a aceptar que perdió momentum. Es el llanto de dolor de un sector que ha perdido peso y credibilidad en el debate público y hoy no encuentra mejor recurso que victimizarse. Están convencidos de que su voz es inagotable y debe ser tan omnipresente como sus ventajas sociales. Aunque sea una voz que en este país ya hemos escuchado hasta el agotamiento.

@HernanGomezB

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