El 9 de marzo de 2012 la Sedena incursionó en un fraccionamiento de Zapopan, Jalisco. Los militares tenían informes que indicaban que en una exclusiva residencia se ocultaba uno de los jefes del Cártel Jalisco Nuevo Generación, Erick Valencia Torres, alias El 85, así como su lugarteniente, Otoniel Mendoza, alias Tony Montana.

Los militares y los presuntos delincuentes se enfrascaron aquel día en un intenso enfrentamiento del que Valencia Torres salió herido a consecuencia de la explosión de una granada. Lo aprehendieron con los enseres criminales de rigor: granadas, armas largas, cargadores, chalecos, cartuchos.

A la detención de Valencia y Mendoza le siguió una rabiosa respuesta por parte del grupo criminal.

Veinte narcobloqueos, tráilers con las llantas ponchadas, autos y camiones incendiados en calles y avenidas, el miedo galopando en la zona metropolitana.

Esa noche fueron detenidos 16 jóvenes debido a estos hechos violentos. Podemos saber casi todo de ellos gracias a que un académico de la Unidad Occidente del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, CIESAS, el doctor José de Jesús Hernández López, intentó averiguar quiénes eran las personas a las que el Cártel Jalisco había empleado como carne de cañón.

Encontró que la edad promedio de los detenidos era de 27 años. Que la mayor parte de ellos eran oriundos de Michoacán, Guerrero, Tabasco y Oaxaca (los menos eran de Jalisco).

Descubrió que todos procedían de zonas rurales y pequeñas localidades que contaban, sin embargo, con servicios básicos.

Comprobó que, en el caso de 14 jóvenes, las familias de las que provenían no tenían problemas “especialmente severos”. El nivel educativo de sus padres era de primaria. Todos se dedicaban a trabajos que requerían de fuerza física o una habilidad determinada: eran agricultores, albañiles, mecánicos, peones, jornaleros o ganaderos.

En las familias no había antecedentes penales. Los jóvenes habían llegado a la secundaria. Según el doctor Hernández López, todos ellos lograron, a través del contacto con la familia, “la internalización de valores y reglas para la convivencia social”.

¿Qué había ocurrido? Todos ellos tenían otras cosas en común, desde un fenotipo promedio (morenos, de estatura media y complexión regular) hasta un pasado económico que los había obligado a dejar la escuela para colaborar en la economía doméstica a través de trabajos temporales.

Pero llegó un punto en el que ni aquellos trabajos bastaron. Los jóvenes del Cártel Jalisco compartían otro pasado: habían salido de sus comunidades, muchas veces en plena adolescencia, para buscar trabajo en Estados Unidos, y los mayores para enrolarse en el Ejército o darse de alta en alguna corporación policiaca.

De acuerdo con el investigador, los que habían cruzado la frontera fracasaron. Los otros admitieron haber desertado en busca de mejores ofertas laborales.

Guadalajara les pareció “un buen lugar para probar suerte”. Todos alegaron después, ante el investigador, que no lograron obtener, sin embargo, mejores trabajos. El paso siguiente fue que no dudaron en aceptar mayores ofertas, aun cuando éstas “pudieran implicar su inserción en la delincuencia organizada”. Se habían convertido —escribe el doctor Hernández López en un artículo publicado en abril de 2013 en la revista del CIESAS— “en el ejército de reserva del que se puede echar mano por medio de un pago”.

Los jóvenes del Cártel Jalisco llevaban diez años tropezando con lo que el investigador llama “vacíos construidos históricamente”. Habían interpuesto distancia con los vínculos familiares. La constante era “el vacío de oportunidades, la producción de inseguridades e incertidumbres”.

Luego de narrar ayer la manera en que los cadáveres de tres estudiantes fueron disueltos en ácido por jóvenes sicarios del CJNG, sostuve que me costaba pensar que una beca pudiera detener el horror, la deshumanización.

El doctor Hernández López me escribió para decirme que él cree que sí. Que si becas, proyectos o programas de Estado hubieran intervenido en un momento específico de aquellas vidas, las trayectorias personales habrían tomado acaso otro camino.

Si cambiara la forma en que el Estado se relaciona con el mundo rural, escribe el investigador, “el primer paso sería reconocer el derecho que esos jóvenes tienen a otras posibilidades, desde sus localidades”.

@hdemauleondemauleon
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