Hace un par de semanas exhibí como el plagiario que es a un señor que se llama Fabrizio Mejía Madrid, poderoso miembro de la nomenklatura cultural. En lugar de respuesta (porque no habría otra que la de reconocerse plagiario compulsivo), soltó un par de pataletas en las redes contra las predecibles “mafias culturales”, esas que “jamás discuten ideas” y prefieren mandar a un “matón de guardia”.

¿Seré yo el tal matón? A saber, pues el plagiario sigiloso está habituado a no poner nombres: para eso tiene a sus hordas de agresores en las redes.

Es divertido que reivindique la importancia de “discutir ideas” quien vive de saquear las ajenas. Y vaya que vive… Me dice el reaparecido cuanto enigmático “fiscal copy-paste” que ha documentado más de 20 plagios de Mejía Madrid a partir de 2003. Son pues por lo menos 20 ingresos en dinero y en su prestigio de escritor crítico. Puesto que sigue publicando en revistas importantes y hablando en la radio combativa, es obvio que este multifacético intelectual orgáni(ca)co goza de una poderosa dispensa que le refrendan quienes continúan dándole crédito.

Si vuelvo a esto es porque me parece necesario insistir en que plagiar es la más evidente forma de corrupción en el ámbito de las ideas: equivale no sólo a un robo en despoblado, es también la usurpación de una personalidad ajena y hasta un agravio a los derechos humanos, en tanto que el plagiario despoja de los suyos al plagiado.

Ya he escrito en varias ocasiones que la práctica del plagio mancha la higiene del pensamiento, agravia la responsabilidad de pensar, normaliza la percepción de que la mentira es redituable y al pervertir a los lectores —sobre todo a los jóvenes— daña al tejido social. Esto es particularmente delicado en México, un país tan indolente al rigor de cualquier clase que hubo tiempos en que estudiantes extranjeros, casi desprovistos de español, venían a tramitar veloces doctorados en letras españolas con tesis plagiadas.

¿Se logra avanzar? Poco a poco. Sigue siendo una vergüenza que el plagio cometido por Enrique Peña Nieto, enfáticamente denunciado y documentado por la enérgica Carmen Aristegui, no haya llevado a la Universidad Panamericana a despojar al expresidente de su título profesional. (Ya escribí sobre el tema en su momento, en estas páginas.)

Otras universidades, así como el Sistema Nacional de Investigadores (SNI) no sólo han expulsado ya a varios académicos plagiarios —fijando así un pertinente disuasivo entre sus miembros— sino que discuten por fin maneras de combatir el plagio, incorporando su problemática a los estatutos y reglamentos. Puede verse al respecto, por mencionar un solo ejemplo, la revista Perfiles educativos, dedicada al tema (está en línea) que publicó el Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación de la UNAM, y que tiene muy buenos trabajos, especialmente los de Javier Yankelevich y Héctor Vera.

En fin, que parecen quedar atrás los tiempos en que denunciar el plagio se interpretaba como un “ataque” a las universidades…

Otros ámbitos carecen de un ánimo autocrítico semejante, y son los ámbitos con mayor clientela y alcance. Cada vez que los jefes y jefas de los medios impresos o radiofónicos le otorgan su indulgencia a un plagiario, lo empoderan; pero, en tanto que no tendrían la misma indulgencia con sus adversarios, los jefes se debilitan y, de pasada, debilitan su credibilidad crítica…

Todos los días y en todo lugar, el Primer y Único Magistrado, Lic. López Obrador, paladín de Mejía Madrid y su nomenklatura, exige “no mentir” y “no robar”. Después de recitar sus mandamientos, suele proclamar su cruzada contra la arraigada convicción mexicana que dice: “quien no transa no avanza”.

Esa convicción, convertida en escritura, es la de los plagiarios.

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