A menudo escucho que alguien afirma, inflamado de gran convicción: “A mí no me gusta leer” o “Los libros no me interesan”, y yo no me molesto en absoluto, simplemente doy por sentado que estoy ante un reptil o frente a una piedra que emite ruidos. Si bien no le solicito que me explique qué es lo que entiende por “leer” o por “libros”, me imagino bien lo que sucede. Se encuentra a gusto y a sus anchas en su entorno primitivo colmado de imágenes y tecnología y gobiernos virtuales. Es un Homo Videns. Aun así, y en homenaje íntimo a John Cage y Alvin Lucier escucho a la piedra anti-libros e intento descifrar, sea en su mirada, en sus palabras-ruido, en su silencio bestial y armonioso algo que nos mantenga a ambos en paz y alejados uno del otro, puesto que yo no deseo comunicarme, sino sólo alejarme sin ser por ello perseguido o linchado. Incluso llego a preguntarle al dichoso analfabeta: “¿Lees los instructivos para saber cómo funciona la lavadora o tu tableta electrónica? ¿O el reglamento de tránsito ya que te transportas en automóvil? ¿Lees las recetas médicas? ¿Las etiquetas de la comida empaquetada? Las respuestas, aunque variadas poseen, regularmente, el mismo semblante: “Claro, todo eso es necesario para vivir, solo digo que no me interesan los libros, me dan hueva, no soy intelectual, soy una persona normal. No tengo el hábito de la lectura y, por lo que veo, no es necesaria ninguna literatura para sobrevivir. Yo soy rico, al contrario que tú, y ni siquiera fui a la universidad”. En ocasiones también llegan expresar reclamos de este tipo: “Leer novelas o historias no me ha rescatado de la pobreza, se pierde tiempo y no se sale del hoyo. Prefiero las series de tv y el cine”. Ricos, pobres, medianos, minúsculos o gigantes, ¿qué importa? Caminan unidos y satisfechos hacia el ocaso de la memoria y el fin de la pregunta creativa. “Los hombres rectos y sencillos son difíciles de engañar, como consecuencia de su simplicidad”, pensaba Rousseau. Sí, pero es distinto un hombre simple a un hombre alucinado.

En su Leviathan, Thomas Hobbes (1588-1679) escribió: “Así pues, en la naturaleza humana, encontramos tres principales causas de disputa: la competencia, la desconfianza y el deseo de fama”. Cuesta trabajo creer que tal afirmación haya sido exclamada hace 400 años y que, matices más o preludios menos, su veracidad se mantenga tan lozana y campante como en aquel entonces. Los empeños filosóficos, civiles y militares que han proliferado desde entonces para resolver este dilema de constante confrontación humana apenas si han tocado la realidad. Para comprobarlo sólo basta asomarse al mundo unos cuantos minutos. La memoria del “individuo” se ha vuelto anoréxica (ya no consume libros, excepto en los reductos donde los especialistas atienden a sus tareas y obsesiones); y las preguntas que las personas se hacen para mejorar el mundo que las contiene ya no poseen sustancia, ni capacidad creativa: son preguntas respondidas de antemano o por algunas empresas globales, por alguna ideología congelada y muerta, por la tecnología que se propone como ética, o por la inercia de un vivir atados a la imagen y a la palabra-ruido-ladrido-juicio fatuo. La respuesta que E. L. Doctorow dio alguna vez a la pregunta de ¿para qué chingados sirve la ficción? —Y que cito yo a menudo en estas páginas—, carece ya de influencia. “Es sencillo —explicaba Doctorow—: los relatos nos enseñan las leyes de la comunidad y distribuyen el sufrimiento. A través de las historias, el individuo siente que su sufrimiento puede ser compartido por los demás.” Y no sólo su sufrimiento, sino también sus temores, obsesiones, vicios, miedos, etc... Algo así es más o menos obvio porque si uno quiere crear sociedades menos abyectas primero tiene que imaginarlas. Y sin un lenguaje más o menos complejo tal empresa no es posible, al menos entre seres humanos. Hace una semana, se conmemoraba el día del libro (yo mismo sugerí algunas lecturas en tuiter), mas un acto así no deja de ser algo patético. Llanto y celebración por un héroe en caida, el libro, por un muerto que todavía flota en el agua. Thomas Nagel se preguntaba ¿cómo vamos a hacer para convivir y edificar sociedades más equitativas cuando “la mayoría de la gente siempre quiere más de lo que tiene”? ¿Hasta dónde se extiende su gula? ¿En qué momento se detendrán? Nagel —en Igualdad y parcialidad; Paidós 1991— propone establecer mínimos sociales y practicar un ascetismo de orden civil, más que religioso. Y propone algo semejante luego de considerar y sopesar las ideas de Hobbes, Locke, Rousseau, Kant, Rawls y tantos otros (ideas plasmadas en libros no en imágenes). Al final de cuentas, como en la mayoría de sus escritos, Nagel se muestra desconsolado y pesimista. No seremos testigos de ningún progreso ético o económico —es decir, equidad como un justo medio— en un futuro cercano. No hay por dónde, ni cómo.

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