La democracia, ese curioso abuso de la estadística.

J.L. Borges


Toda institución humana es falible. Nada que sea producto del ingenio humano es perfecto. Ni siquiera la democracia. Sin embargo, hay quienes piensan que la democracia no debe tocarse. Y les pregunto: «¿Por qué? ¿Cuáles son los criterios bajo los cuales esta creación humana está libre del escrutinio?» Si algo caracteriza a este sistema político es la libertad de palabra. Precisamente ésta fue una de las críticas que Platón asestó contra la democracia; la otra fue el ejercicio absoluto de la libertad.

Vayamos con la libertad de palabra. Tal y como reconoce el filósofo griego, en una democracia la posibilidad de decir lo que a uno le venga en gana es una cualidad intrínseca de ella. De modo que no sólo sí puede tocarse la democracia, sino que debe tocarse. Esto quiere decir someterla a examen, tal y como otro filósofo griego hubiera alentado: Sócrates. «Una vida no examinada no merece la pena de ser vivida por el hombre», sentenció el maestro de Platón. El mismo destino le espera a todo lo hecho por el ser humano.

De modo que en una democracia la libertad de palabra es lo esperado. En griego, libertad de palabra se decía parresía, que actualmente puede traducirse por franqueza. El derecho a ser franco conllevaba una obligación. La parresía no era sólo la capacidad de poder decir lo que uno quiere, sino la exigencia de aceptar también la crítica a eso que libremente pudimos espetar. Platón, sin embargo, advirtió el peligro de la parresía. En manos de cualquiera, la parresía o libertad de palabra se convierte en un bullicio de creencias y opiniones sin pies ni cabeza, es decir, en ocurrencias que verbalizamos de modo anárquico. En la democracia puede suceder que esa libertad de palabra quede divorciada de la obligación de decir cosas bien informadas, investigadas y en dirección hacia la verdad y el bien.

Ejemplos de parresíairresponsable los vemos a diestra y siniestra: acusaciones entre candidatos, partidos, gobiernos y personas sin una sola denuncia formal. La irresponsabilidad de hacerlo mina completamente la libertad de expresión. Ésta no es unilateral, sino que su ida conlleva una vuelta: hablar razonable y racionalmente. Porque no siempre que hablamos lo hacemos así. La difamación es un delito que, más allá del problema legal que implica, pulveriza a la verdad y al bien. Cuando se señala como corrupta a otra persona sin una sola prueba y sin una denuncia no se gana nada, sino que se pierde todo. Sólo hay dos maneras de evitar las difamaciones: la dictadura y la tiranía. Habría una tercera: actuar racionalmente y dejar de buscar el bien propio. El riesgo lo vio Platón hace 25 siglos.

La otra característica de la democracia es el ejercicio absoluto de la libertad. A esto los griegos le llamaron exousía. Literalmente puede traducirse como «hacer lo que me dé la gana». El valor en máxima estima dentro de una democracia es la libertad, por lo que todo lo que atente contra este bien será visto como retrógrado y absolutista. Sin embargo, ¿qué sucede cuando alguien quiere hacer lo que le venga en gana? ¿Es posible vivir en un ambiente así? Sin ir tan lejos, ¿puede un hogar ser habitable donde al menos uno de los miembros busca siempre hacer su voluntad? No y ante ello surgen dos opciones: a) se le ponen límites a esa persona lo que le molestará muchísimo y seguro dirá que todos están en su contra o b) todos los miembros de esa casa ceden su libertad para evitar el enojo del otro. La comunidad ha sido triturada.

La libertad por la libertad misma es insuficiente. El valor máximo de la democracia, como de cualquier régimen político, debe ser la búsqueda de la verdad y la implantación del bien común. Para lograrlo es necesario un programa pedagógico que entrene al futuro gobernante para resistir a la tentación de la corrupción que el propio poder detona en cualquier persona. Dicho programa ha de consistir en enseñar a los futuros dirigentes a girar, es decir, pasar de las creencias al conocimiento, de las sombras a la luz, de lo material a lo trascendental y del bien propio al bien común.

La educación no es insertar conocimientos, sino enseñar a pensar, a pensar críticamente. Es enseñar a cuestionar si la noción que heredamos de democracia proveniente de la Revolución francesa tiene cabida en la sociedad mexicana del siglo XXI. ¿Será que quien piensa que la democracia no se toca es tan autoritario como el autoritarismo que pretende denunciar? La democracia permite y exige que se le cuestione. ¿Será que, como escribió Churchill, la democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre, a excepción de todos los demás? ¿O será que podemos imaginar algo mejor? Pienso que sí, pero primero hay que desacelerar el ritmo de nuestras vidas y recuperar el gusto por la parsimonia.


Profesor investigador del Instituto de Humanidades Universidad Panamericana

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