El diálogo que viene a continuación fue real. Es posible que mi memoria haya trastocado las palabras, pero no el sentido o la vocación de la conversación. Las personas interesantes son escasas y las charlas que sostenemos son, en general insustanciales. Si el fin de la literatura es ofrecernos la posibilidad de hacer buenas preguntas, las discusiones son una especie de gimnasia para mantener en forma nuestro ánimo y poner en práctica las preguntas que nos agobian, aun a sabiendas de que las respuestas precisas son imposibles más allá de los terrenos de la ciencia física. Yo guardé silencio durante esa tarde. He aprendido que saber callar es una habilidad sofisticada que nos permite poner atención en otros detalles; el movimiento de las manos, el fulgor de la mirada, o el tambaleo de las sillas. El tema de la charla, en este caso, no tiene importancia, podría darse entre cualquier clase de individuos. Lo que llamó mi atención es que encontré un sobrepeso de convicción, acaso porque ambos hombres tenían alrededor de setenta años y habían dejado de dudar. Creo yo que hablaban sobre sexo, amor y adulterio. Nos hallábamos en la cantina El Bosque y ninguno de los tres había bebido gran cosa. He aquí el diálogo en el que no intervine.

Pablo: ¿No te parece algo absurda la monogamia?

Roberto: Claro, es absurda y en consecuencia muy humana.

Pablo: He estado “casado” con cerca de doscientas mujeres, aunque sin pasar por ningún registro civil.

Roberto: Sin embargo, debes haber amado a alguna más que a las otras. O a dos, o a tres.

Pablo: No, todas ellas han sido distintas, como cuando viajas y atraviesas cientos de modestos pueblos durante el paseo. Si miras con cuidado cada pueblo es en realidad un universo. Por otra parte, “amar” es una palabra inadecuada para transmitir mis sentimientos. Algunas mujeres me atraen, otras me despiertan los celos, alguna que otra me hace enloquecer, pero no he “amado” a nadie.

Roberto: Los polígamos como tú son un problema, le disgustan tanto a los hombres como a las mujeres. A ellos porque representas un peligro para su estabilidad amorosa. A ellas porque te conviertes en un mal ejemplo para los hombres que aman. Un electrón suelto y sin funciones precisas.

Pablo: ¿Podrías hablar en tiempo pasado? Mi vejez es notoria y no quisiera sentirme un decadente casanova o alguien que se obstina en no desaparecer.

Roberto: Tienes razón. ¿Y cuántas de esas mujeres te engañaron y se acostaron con otros hombres?

Pablo: Ninguna me engañó, en realidad. Cada una de ellas hizo lo que le vino en gana. Espero que sus camas hayan sido campos de buenas batallas y que hayan obtenido el placer que las tradiciones, las buenas consciencias y el reproche estúpido les han intentado arrebatar. ¿O te refieres a mentir? Sí, ha habido mentirosas, pero todos mentimos alguna vez.

Roberto: No te creo, debió haber por lo menos alguna que haya estado por encima de las demás.

Pablo: Pensar así es un problema tuyo y de los hombres que no conocen la libertad. Aunque quizás tengas cierta razón.

Roberto: ¿Lo ves? ¿Cuéntame de ella?

Pablo: Es una mujer que he creado en mi imaginación. No es digamos real. Es la consecuencia de mi experiencia y mi ensoñación. No puedo presentártela, pues ella no puede vivir fuera de mí ni relacionarse con personas físicas. Ella está dentro de mí y sin mí no puede existir.

Roberto: Lo imaginaba... es una dulcinea, un efecto del romanticismo. Y tú un dios vanidoso.

Pablo: No, hombre. Ella no es mejor que cualquiera de las mujeres que me han regalado su compañía. Su única particularidad es que no existe en el sentido físico del término. No puedo presentártela.

Roberto: ¿Intentas protegerla o protegerte a ti?

Pablo: No, claro que no. Pero se marchará conmigo el día que yo muera.

Roberto: ¿Continúas con tu idea de suicidarte? Espero que hayas olvidado esas tonterías. Aun falta camino que recorrer.

Pablo: No me suicidaré, ya que la tengo a ella. Por lo demás, hace unos días releí El teatro de Sabbath, de Philip Roth, y en las últimas páginas se dice que el suicidio no es producto del sufrimiento, o la desesperación, sino que es el toque final a una sarta de malos chistes. El suicidio es cómico, y es un perfecto final para una vida construida sobre pésimos chistes.

Roberto: En eso tienes razón; pero no creo que consideres la poligamia un chiste.

Pablo: No, las mujeres me enseñaron algo invaluable: estás solo, siempre. Y, sin embargo, cada momento a su lado fue inimaginable y extraordinario. Por ello no tuve hijos, me imagino a esas larvas o seres minúsculos reclamando para sí el cuidado de su madre. No hablemos más del tema, les invito un vino rosado en otro lugar que no sea esta cantina. Hace calor y el clima lo impone.

Tal fue la conversación entre mis dos amigos septuagenarios. Es posible que ésta pueda parecerles a ustedes inocua, poco atractiva o innecesaria, pero es una forma también de conversar con quienes me leen y compartir alguna de esas tardes en las que se conversa sin ningún motivo (Ciudad de México, febrero del 2019).

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