Sería ingenuo pensar que cuando uno escribe acerca de sí mismo es, en consecuencia, un ególatra. “Yo”, para no ir más lejos, utilizo la primera persona para ocultarme y me tomo como pretexto para verter mis razones o sinrazones. Uno se ve en el espejo y cuenta una historia, sólo eso. P. J. Proudhon (Besançon; 1809-1865) fue un filósofo antes que un anarquista o colectivista, pese a que su sentencia “La propiedad es el robo” le causara tantas interpretaciones absurdas y desprestigio. Sabemos que quienes más sueltan la lengua y el juicio son los que menos leen o reflexionan. Hijo de un tonelero y de una cocinera, Proudhon se vio obligado a dejar los estudios y a trabajar (sigo a G. Gurvitch en su biografía sobre el anarquista francés). Una beca lo rescató de su pobreza y le permitió continuar sus estudios y escribir sus primeros libros. Era ya por entonces un hombre maduro. Pero la beca Suard le es retirada como consecuencia de las reacciones y polémica que causa su libro ¿Qué es la propiedad? Y a picar piedra de nuevo. Son los amigos quienes rescatan a Proudhon de su miseria y él continúa escribiendo, entra en conflicto con Marx hasta que sus diferencias lo llevan a romper con aquel que en un principio lo halagaba tanto. En una carta a su hermano escribe: “Nadie como yo puede hablar con tanta autoridad a los proletarios”. Tenía razón, él era un obrero y un hombre libre que gracias a su persistencia y a la beca Suard legó libros e ideas que todavía se continúan discutiendo en las mesas y camas de cualquier clase. Tres años pasó en la cárcel debido a sus críticas hacia el poderoso Luis Bonaparte; la madurez lo llevó al pragmatismo, a ponderar el federalismo, a reconocer que la realidad es compleja y a alejarse de la maniobra política barata. En sus años en prisión reconoce que los intelectuales, como los obreros, viven de su trabajo y de su obra, y que la humanidad “se tambalea como un hombre ebrio entre dos abismos”: la propiedad y la comunidad. George Woodcock, en su historia del pensamiento anarquista llamó a Proudhon: “El hombre de la paradoja”.

Yo admiro la figura de Proudhon y he compartido con él la desconfianza hacia toda autoridad que no sea legítima y, por lo tanto, natural. Cuando me otorgaron la beca DAAD que financia el gobierno alemán durante un año (departamento en Berlín, 1600 euros al mes, seguro médico que incluía a mi pareja y clases de alemán que nunca aprendí) no me exigieron nada a cambio de la beca, excepto que hiciera lo que deseara. Y lo que hice fue compartir la beca y a lo largo de un año y hospedé a cerca de 50 personas, mexicanas y artistas en su mayoría, se ahorraron pagar hospedaje, los invité a la mesa y les di mi tiempo. No ahorré dinero ni tuve una temporada tranquila —excepto medio invierno—, pero a cambio se dieron allí discusiones de cualquier tenor, relaciones inesperadas, libros y guiones; es decir, hubo un estímulo a las acciones de conocer y pensar (algo similar sucedió cuando fui miembro del SNCA). Hoy las becas van tornándose demasiado especializadas, académicas, técnicas y requieres de diplomas o de títulos que al menos yo no poseo. Las instituciones privadas —tal como hacen los bancos— te conducen a ser parte de una estructura que, supuestamente, beneficia a una sociedad cortada a su medida y cuya política de mecenazgo se encamina a la acumulación de riqueza y al ahorro de impuestos. Desprecian al individuo como tal. Mark Twain escribió: “Un banquero es aquel que te presta el paraguas cuando el sol está brillando y te lo quita cuando comienza a llover”.

Quien se opone a las becas o a los estímulos ofrecidos a artistas y creadores por parte de los gobiernos que representan al Estado, ¿desde qué posición lo hace? No he escuchado argumentos relevantes, sino más bien señales de resentimiento y de extremismo acrítico que, en muchos casos, vienen desde la posición acomodada de quien tiene, o ha heredado, propiedades y dinero, pero que se esfuerza por mantener una conciencia socialista (la célebre izquierda exquisita o fifí radical). Los estímulos y becas a los artistas son necesarios pese a que los bienes intangibles que producen no puedan guardarse en la bóveda de un banco. En general son bienes que se esparcen y permean en sociedades como la nuestra en la que cualquier político, juez o funcionario de ínfima calidad lesiona al erario ganando cantidades estrafalarias de dinero sin causar ningún beneficio. El extremismo político es más costoso que un atinado mecanismo de estímulos creativos; la situación de una sociedad no cambia de la noche a la mañana; lo único que se puede pedir de un buen gobierno es que sea prudente e inteligente y que deje la radicalidad a los individuos; que no deteriore aún más la realidad cotidiana; que promueva las artes en su diversidad y los bienes de la civilización; que no confunda la artesanía y la tradición popular con la creación artística cuya existencia nos da por sí misma lenguaje, imaginación, vida y conocimiento. “También la literatura es parlamento” —decía el viejo gruñón y antipático de Thomas Carlyle—; todo se puede discutir y perfeccionar a excepción de los manotazos radicales que desde su comodidad material o de poder dan aquellos que pontifican en nombre de todos.

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