“No hay tonto más molesto que el ingenioso”. Esta máxima escrita por un aristócrata y filósofo francés en el siglo XVII (François de La Rochefoucauld) tiene sentido ya que la lista de acciones que llevaré a cabo el año siguiente debe estar desprovista de ingenio. No deseo hacerme el gracioso, sino convertirme en la voz más seria que haya podido escucharse, al menos, en un kilómetro a la redonda. Mi lista o pequeño tratado de la desesperanza no es ingeniosa como las enumeraciones absurdas de George Perec, ni tan culta como lo debieron ser en su momento las categorías de Boecio o San Isidoro de Sevilla. “Si en los hombres no aparece el lado ridículo, es que no lo hemos buscado bien”, nos advertía el aristócrata antes citado cuyo apellido invita al trabalenguas. Así, cada persona que realiza una lista de propósitos para el futuro nos muestra su aspecto ridículo sin necesidad de buscarlo con más atención. El único propósito en verdad sustancial y bello sería intentar desaparecer del mapa, pero casi nadie quiere abandonar la geografía, sino imponernos su presencia aun cuando ésta sea absolutamente innecesaria. Al espejo debe uno ir acompañado de un arma y preguntarse si todavía desea continuar mirando esa imagen durante más tiempo.

Tender hacia la inmovilidad y concentrarse en la cama es un asunto que si bien parece burdo ascetismo o deseo de santidad, resulta justo lo contrario. A la cama va uno a fornicar o a dormir; en cambio, para practicar la inmovilidad se requiere cruzar los brazos y sentarse en una silla algo incómoda. Si el calentamiento global incrementara el sexo y por ende la tranquilidad, el sosiego y la resignación placentera, entonces sería bienvenido, pero sucede todo lo contrario. El calentamiento global enfría las camas porque las noticias acerca de la degeneración social y ambiental agobian a las personas que sólo desean marchar a su lecho como al féretro. Dentro de este panorama de deterioro entonces la mujer, hombre o bulto con sentimientos que uno tiene al lado se transforma en una calamidad si falta el sexo. Luego de que las noticias de lo sucedido en tu entorno te sumen en la penumbra sólo deseas acomodarte en la fosa y desaparecer en el sueño eterno. Por otra parte, la silla incómoda es muy necesaria para pensar desde la inmovilidad y al mismo tiempo para experimentar la gravedad del cuerpo, el accidente y el mínimo sufrimiento. Renunciar a pensar te hace más parecido a un rábano o a una alcaparra que a un ser humano dispuesto a confrontarse a sí mismo por medio del cuestionamiento. Las filosofías, prácticas religiosas o gimnasias espirituales que intentan detener la corriente de pensamiento para encontrar la paz son más que respetables; pero yo, en lo particular, no deseo convertirme en una zanahoria ni siquiera durante unos instantes que simulen la eternidad. Yo debo sufrir y hacer de ese sufrimiento una forma de austera felicidad y ello no será posible si mi propósito es convertirme en polvo de estrellas, imitar a las aves o someterme a la tiranía del puro sentir.

“Me agradan los hombres con futuro y las mujeres con pasado”, se lee en una obra de Oscar Wilde. Esta confesión me da pie para decir que me sucede algo muy distinto. A mí los hombres no me agradan y si tengo amigos es porque soy débil y veo en ellos la niñez perdida, la debilidad del búfalo y la risa del condenado a muerte; me despiertan piedad y ternura porque son innecesarios y porque se les puede aniquilar fácilmente. Y si desean el éxito entonces ellos mismos se ponen la soga al cuello. Nada más triste y ridículo que un hombre exitoso. En cambio, las mujeres son el pasado ontológico, es decir la sabiduría, el único futuro real posible y el deseo insatisfecho por antonomasia. Sobre el resto de los géneros sexuales no me pronunciaré de manera tan íntima pues mi conocimiento acerca de ellos es deslavado. En fin, la cama sólo debe ser compartida si hay contacto, fornicación, mordeduras, besos y rasguños. De lo contrario hay que ir a la cama en soledad. Si se acuestan en compañía entonces volteen a ver el rostro de su pareja y allí encontrarán la única noticia importante. El resto de las noticias son innecesarias.

Otro propósito que amenizará las fechas venideras es el de procurar la amargura. Es una obligación civil hoy en día ser más amargo que antes y cada risa escandalosa debería recordarnos las fauces abiertas de una hiena: una felicidad impostada, un devenir que jamás comenzó. El único descubrimiento importante que he hecho en este último año es darme cuenta que el lenguaje es un alcaloide. Es decir, un veneno o sustancia que algunas plantas segregan para relacionarse con su entorno, sea para protegerse o ejercer la comunidad. El lenguaje no es accesorio, sino que constituye la naturaleza esencial de la planta humana. Por ello los escritores tendrían que ser menos pacatos y más venenosos, no caer en las redes de la ensoñación política ni abandonar la crítica audaz y resistente. El poder no tiene sexo y por ello nos confunde, se impone sobre nosotros y nos atrofia y aniquila. La amargura en vez de la ingenuidad; el lenguaje como alcaloide o veneno placentero o mortal. Que la literatura y las artes no permitan dormir en paz a los políticos mediocres.

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