Se llama vida interna. Y es personal y casi intransferible. Si acaso, puede compartirse con personas muy cercanas a uno mismo, pero es sólo un si acaso.

Diríamos que cada quien tiene una. Pero no es así y habría, hay, universidades enteras dedicadas a explicar por qué unas personas son capaces de tenerla y otras de plano viven sin conocer ese lado de la existencia —un lado amable, a fe que sí, un lado amistoso que es un refugio y es donde se encuentra al mismo tiempo el área de reposo y el arsenal para dar la pelea diaria en cualquier campo—. Una cara de la existencia que sería extraordinario que todos poseyeran, lo cual es posible, pero que no puede imponerse.

Pues así es el mundo interno. Y gracias a ello fue que tuvo un éxito, llamémoslo brutal, ver a Michael Jordan, alias dios, jugando en la duela junto a Bugs Bunny y el Pato Lucas. No, niños y niñas, no fue la mercadotecnia (que sirve pero milagros no hace), sino la vida interna de cada uno de los que aceptaron como buena la cinta, la padecieron —en sus momentos complejos— y se vieron recompensados de alegría —cuando a bien les pareció—. Jordan, el todopoderoso y omnipotente basquetbolista volador capaz de atravesar —ahí están los videos— casi un cuarto de la cancha suspendido nada más que en el maldito aire —su cómplice inaudito— al lado de Bugs Bunny, ese sinvergüenza que sin embargo también poseyó para la cinta bondades tan atléticas como, cabría esperarlo, esperpénticas.

Y eso estaba en la pantalla. Y los encuentros entre los equipos eran de pocos amigos. Y el público los sufrió en su momento y los gozó en otro.

—Pero, ejem, oye, doc: ¿te das cuenta de que hablas de un conejo que juega al lado de un basquetbolista que, digámoslo así, vive en esa otra área del mundo?

—Vamos para allá, señor Bugs.

—¿Aceptas la idea o no?

—Acepto el cine.

—Aceptar el cine es aceptar la vida: me debes una caja de zanahorias con denominación de origen.

En efecto: en el cine en numerosas ocasiones se apela a la llamada “suspensión de la incredulidad”, y gracias a ello el espectador puede disfrutar de los mundos fantásticos proyectados en la pantalla sin que esa hiperrealidad choque en lo más mínimo con su mundo cotidiano. Total: ha decidido soñar con los ojos abiertos y ha pagado por ello. Pero, como lo planteaba Bugs, en la cinta Space Jam (dirigida por Joe Pytka en el ya lejano 1996) el espectador no solamente suspende la incredulidad sino que acepta como suyo, porque lo es, un mundo en donde tanto los sujetos considerados ciudadanos como los personajes tan abiertamente de ficción que están constituidos como dibujos animados comparten el mismo espacio, el mismo tiempo e interactúan de la forma más natural imaginable.

Ese es uno de los rasgos, quizá el más importante, de la vida interna: la existencia, sin conflicto, entre los seres a quienes llamamos ciudadanos con otros que han ido apareciendo a la par que el homo sapiens, desde el nocturno oleaje del mar con el cual se puede conversar y recibir respuesta —bueno, pensemos que hay quién va manejando y se pelea a gritos con el Waze instalado en su celular, aunque el fregado sistema ni oiga ni responda y sea más necio que la mula del seis— hasta seres realmente muy complejos como los mitológicos o, saltándonos varios siglos, al propio Bugs Bunny, a quien si sometemos en razón de su actuar y decir a las más avanzadas pruebas psiquiátricas, neuronales y psicológicas obtendremos por resultado al menos cuatro tomos con miles de páginas en los que se describa no sólo cómo es sino por qué es como lo vemos.

La vida, nuestra vida, gracias digamos que a un fortuito choque de aminoácidos con ciertas temperaturas y reacciones eléctricas, nos ha hecho así: seres que pueden pensar en que piensan, pero no nada más, sino seres que son capaces de hacerse rodear —ya sea aceptándolos, como en el caso del mar, o ayudándoles un poco a florecer como en el de Bugs— de personajes que nos ayudan a vivir, nos acompañan y podemos ver y compartir, aquí sí, gracias a soportes como el cine.

Total, que está en preproducción la cinta Space Jam 2, dirigida por el relativamente joven Terence Nance, exitoso autor de una decena de cortos y conocido por su seriedad. En los papeles principales, un cierto equivalente de Jordan, un dios apenitas menor que Michael pero de mucho respetillo, LeBron James, actualmente el genio de los Lakers de Los ángeles, acompañado por Bugs, el Pato Lucas y otras estrellas que estén en la cartuchera del señor Nance.

La idea es estrenar Space Jam 2 en tanto se cumplan los 25 años de su predecesora, o sea en unos 18 meses. Extrañaremos la presencia de Bill Murray, del propio Michael Jordan —en una de esas y hacen algunos muy merecidos cameos— o a ese otro superhéroe de la duela, la némesis perfecta de LeBron, Stephen Curry, de los Guerreros de Golden State.

Los que no faltarán son aquellos que representan la vida interna, Bugs y compañía, a quienes puede el querido lector denominar simples personajes o considerar amigos, dependiendo de si habla usted con el Waze o con el oleaje marino.

@cesarguemes

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