Apenas había cruzado la meta de los 50 años y ya era el dueño del mundo editorial, o al menos uno de los poquísimos que entonces lo dominaban. Su nombre causaba escozor entre algunos sectores, pero sus libros eran mejor negocio que el pan recién salido del horno. Y lo más interesante es que así como era invisibilizado por una cierta minoría, aquellas multitudes que compraban sus libros se los leían, los anotaban y los volvían a leer y subrayar.

Lo cierto es que yo no lo había leído. Pero el hombre iba a estar de paso por México, sin agenda de prensa —ese engendro que inventaron las editoriales norteamericanas y que acabó en nuestros países con buena parte de la vitalidad del periodismo— y sin revuelo. Para entonces, es muy posible que de los 300 millones de ejemplares que hoy, conservadoramente, conforman sus libros vendidos, hubiese tenido en circulación poco más de la mitad, una cifra que de solo pensarla se antoja inalcanzable.

Entonces, si Paulo Coelho estaba en México, el cálculo frío es que sólo se podía haber hospedado en seis hoteles distintos y ubicarlo era laborioso pero posible. No fue necesario, por fortuna. A poco de preguntar con las personas adecuadas, apareció el teléfono del sitio donde estaba y el número de la habitación.

La primera sorpresa fue que respondió él mismo, en un magnífico castellano. No había mucho que charlar por ese medio, salvo solicitarle una entrevista que, aunque los medios no lo buscaran en masa, era probable que no quisiera dar. Y vino, entonces, la segunda sorpresa: “Si gusta, lo veo en una hora, en el restaurante que está cerca de la piscina”.

Salvo el camarero tras una barra de licores y vinos ciertamente nada desdeñable, en el sitio sólo se encontraban dos personas, muy lejanas entre sí. Una era cierta cantante de renombre por aquella época, también brasileña como el propio Coelho, y varias mesas más acá una aparición que debió salir no de la alberca sino directamente del mar carioca: no más de 30 años, de cuerpo dorado como dice la canción de Antônio Carlos Jobim, ojos azul turquesa, con un vestido casi transparente, vaporoso, de los que se sujetan abajo de los hombros y van ceñidos a la cintura con un listón. Un poquito desparramada en su silla, leía, descalza y abstraída del mundo, algunas revistas.

Apareció Coelho, a la hora acordada. Coincidimos en pedir algo ligero, café, agua mineral, para trabajar sin que se interrumpiera la entrevista.

El maldito o se aceptaba como rey de los libros o se había leído varios volúmenes sobre el lenguaje corporal y las microexpresiones faciales: era todo paz. No una paz celestial. Una paz de quien no debe nada y es feliz tan sólo con un pan tostado y mantequilla. Sonreía lo justo, sin buscar complicidades ni empatías. Respondió a todo, en orden, con cuidado y en varias ocasiones regresando a algún tema previo para ampliarlo o dejarlo más claro. Puse sobre la mesa, desde luego, la cifra enorme de ejemplares vendidos y los lectores correspondientes. “Yo escribo y los lectores se acercan a mis libros; no los busco. Si a usted le sorprende, a mí también”.

Era necesario plantear la idea de que sus asiduos lo veían como a un especie de iluminado, de sabio de la tribu. Con paciencia y un cierto apunte de sorna, explicó que no era ajeno a esa perspectiva, pero que no la alimentaba: “¿Cree usted, ahora, que tiene delante a un sabio?” Pues no: delante estaba un sujeto de mediana edad, con pantalones de mezclilla, tenis y una camisa pulcra pero que no ostentaba ninguna marca comercial. Le dije que en cualquier país muchos prosistas venderían a su abuela por un solo best–seller como los suyos. “Si supiera cómo se hace uno —me contó en buena ley, sin asomo de juego—, patentaría el sistema. Lo cierto es que escribo lo mejor que puedo. Hay a quien le gusta y a quien no. Pero es lo que hago, no alcanzo a ir más allá aunque me lo proponga”.

Desde luego, habría sido una burrada desperdiciar aquella entrevista con quien hoy es uno de los escritores en lengua romance más leído en el mundo —y lo era desde aquel entonces— en el intento de quitarle la máscara a alguien que no emplea una.

Hoy, Paulo Coelho vuelve a los reflectores, le agraden o no, los aproveche o no —la verdad es que un sujeto con su fortuna y su estilo de vida no necesitaría de nada salvo estar atento a su buena salud para disfrutar todo lo que sus lectores le han dado ya—, porque acaba de dar a conocer un libro con fuertes tintes autobiográficos, de título Hippie. No lo leeré, como no he leído ninguno de sus libros, lo cual no me impide respetar a este fuera de serie de la literatura como lo es. Ni invito a que lo lean, ni a que dejen de leerlo, nomás faltaba.

Aquella mañana, hacia la mitad de la hora que conversé con Coelho, la intérprete de la mesa lejana había desaparecido. Al cierre, la otra mujer, de hermosura ondulante, pasó a un lado de nosotros para dirigirse a quién sabe dónde. Antes de que se esfumara, le pedí al escritor un punto de vista:

—¿Para usted, ella pudo ser “La chica de Ipanema”?

—Si hubiera viajado en el tiempo, diría que es ella, pero no sé qué hace aquí.

@cesarguemes

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