Esta semana, Ricardo Anaya , candidato presidencial de la coalición Por México al Frente , anunció que, de ganar las elecciones, creará una Secretaría de Seguridad Ciudadana , sacando por tanto esas funciones de la Secretaría de Gobernación (Segob) .

Con esto, ya tres de los cuatro candidatos presidenciales se han pronunciado por enmendar la reforma de 2012 y quitarle a la Segob la responsabilidad sobre la seguridad pública, incluyendo el control sobre la Policía Federal y el sistema penitenciario federal. Primero lo hizo Margarita Zavala , luego Andrés Manuel López Obrador y ahora Anaya. Falta José Antonio Meade , pero no creo que le tenga mucho cariño al arreglo institucional actual (considerando todos los obuses que recibió de Segob).

Entonces, es casi seguro que el experimento centralizador de Miguel Ángel Osorio Chong no sobrevivirá al sexenio. Por buenas razones: la Segob es una dependencia cada vez más disfuncional. Como lo describí hace unos meses, tiene ocho subsecretarías o similares, tres organismos descentralizados y 16 organismos desconcentrados.

Caen en su cancha la interlocución política, la seguridad pública, la protección civil, la relación con las iglesias, la política migratoria, la prevención del delito y la inteligencia civil, entre muchas otras cosas. Es cabeza de sector lo mismo de la Policía Federal que del Consejo Nacional de Población o el Archivo General de la Nación.

En lo relativo a la seguridad pública, el gigante no sirve. El aparato de seguridad se quedó sin gobierno, sin responsable político, supuestamente bajo la responsabilidad de un funcionario (el Comisionado Nacional de Seguridad) desprovisto de facultades para hacer frente a esa responsabilidad.

El Comisionado no controla el presupuesto de la Policía Federal. No define el nombramiento de su titular. Pero, eso sí, debe dar la cara cuando algo sale mal (por ejemplo, luego de Tanhuato o de la fuga del Chapo). Ese desequilibrio entre poder y responsabilidad no es sostenible en el largo plazo.

Por definición, lo que no es sostenible, se acaba. La apuesta salió mal, el gigantismo fracasó, la concentración de funciones creó más problemas de los que resolvió.

Ojalá este experimento fallido sirva de correctivo a los sueños de organigrama. Cada que hay campaña, los candidatos sacan propuestas de reorganización administrativa. No hay sexenio sin cambios de aquí para allá y de allá para acá de dependencias, unidades y organismos. Y toda esa mudanza rara vez produce los efectos deseados.

Esas modificaciones tienen (supuestamente) el propósito de reducir los problemas de coordinación y mejorar la eficacia de las operaciones. Pero ese es un objetivo ilusorio. Fusionar dos dependencias o crear una nueva con retazos de varias no elimina los conflictos entre dependencias: simplemente los traslada al interior del nuevo ente. La gente no trabaja en concierto sólo por compartir techo institucional.

Existen además otras maneras de coordinar dependencias que no pasan por una reorganización administrativa. Es posible, por ejemplo, crear unidades conjuntas con elementos de diversas dependencias, a la manera del famoso Bloque de Búsqueda en Colombia, encargado en su momento de cazar a Pablo Escobar. Se pueden crear también fuerzas de tarea interagenciales, o bien, centros de fusión de inteligencia.

Ninguna de esas soluciones es perfecta, pero al menos no requieren voltear de cabeza la administración pública federal.

En resumen, se va Super Gobernación. Ojalá se vaya con ella la mala costumbre de suponer que las cosas se arreglan con solo moverle al organigrama.

alejandrohope@outlook.com

@ahope71

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