Somos una sociedad curiosa. Al mismo tiempo que aspiramos (y exigimos) leyes que se cumplan, en el día a día estamos dispuestos a eludir su aplicación cuando nosotros somos los infractores. Incluso, esta idea de que vamos por la calle como una excepción a la regla, se alimenta de un mala comprensión sobre el valor del dinero, la posición social y hasta el lugar de residencia. Nada de esto es nuevo.

Por décadas –al menos- el “influyentismo” ha sido uno de los rasgos más perversos de nuestra identidad nacional. Mi diagnóstico es que hoy vivimos las consecuencias de este comportamiento, luego de muchos años de práctica. Gracias a las redes sociales y a la batalla que libramos peatones, ciclistas y conductores por el espacio urbano, podemos apreciar en todo su vergonzoso esplendor a personas que están convencidas de que en un país sin ley ellos saben actuar y, aún peor, prosperar.

No creo que en el corto plazo tengamos escasez de ladies y lores en la Ciudad o en la República. Todo lo contrario. Pienso que seguiremos atestiguando a muchos de estos especímenes a bordo de diferentes automóviles y sus respectivas marcas (he insistido que eso daña la imagen de la boyante industria automotriz, que puede hacer mucho para crear conciencia entre sus clientes), por lo que valdría la pena analizar el problema.

De fondo, hablamos de impunidad. Si no hay una garantía de que la ley se aplica sin distinciones, la ley no sirve de mucho. Nunca como ahora hemos tenido acceso a tanta información gubernamental y jamás hemos tenido tantas herramientas para dar a conocer los problemas simples y complejos de nuestra democracia; sin embargo, en la percepción social, parece que estamos peor que en ninguna otra época en corrupción y falta de transparencia.

Cuando el lord (o la ladie) de la semana cree que puede no sólo romper las reglas, sino hacer alarde de ello, se encuentra en el mismo camino al político, al empresario o a cualquier otra persona que no concibe el descontento social que provoca con su conducta. No veo nada de malo que alguien tenga propiedades, cuentas bancarias, automóviles, joyas y otros artículos de lujo, si estos son adquiridos de manera legítima y con el fruto del esfuerzo y del trabajo. Lo que ofende -en un país que a pesar de tenerlo todo en prácticamente todos lados sigue sumido en la pobreza y en el atraso- son esas fortunas instantáneas, esas amistades cómplices y hasta esas oportunas sesiones de bienes a favor de familiares para aparecer libre de patrimonio.

Llego recién de un viaje. El mismo día en que el lord en turno lanza una bicicleta a su propietario antes de huir y una mujer que lo acompaña (la ladie, supongo) lo secunda, comparto sección con dos lores en potencia. Su comportamiento es penoso, aunque poco sorpresivo. Ambos viven seguros de que lo merecen todo, porque pueden pagarlo todo y esa posición, en la que tristemente los acompañan muchos de nuestros líderes visibles o de facto, no requiere de reglas. No obstante, algo cambia: varios nos quejamos, la tripulación aplica las normas elementales y de mala gana deciden moderarse; los ayuda que en medio de dos asientos aparece una mano que amaga con grabar desde un celular. Aunque estamos en el aire, aterrizan por unas horas. Si lo repetimos diariamente, hay esperanza, medito antes de recibir la alerta informativa de un nuevo episodio de impunidad nacional.

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