El Papa Francisco ha entregado a la Iglesia la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia, fruto de la discusión de dos sínodos de los Obispos. Es el resultado de un proceso complejo, no exento de fuertes tensiones, y que generó las más diversas expectativas. Las dificultades para plantear una pastoral de la familia fiel al Evangelio de Jesucristo en el actual contexto cultural son evidentes. El documento refleja, de hecho, las mismas perplejidades que ya sufrimos a lo largo de los debates, sin que podamos decir con claridad que se ha llegado a buen puerto. Las circunstancias en las que nos encontramos desafían el ejercicio más depurado de la prudencia, y de hecho tal parece ser la intención de fondo de la propuesta papal. Si bien el documento de suyo es en algunos puntos un caleidoscopio, que se presta a diversas lecturas, no deja de ser cierto que se ubica como un momento en el gran camino de la Tradición cristiana, y sólo adquiere su verdadero valor y perspectiva cuando la referimos a la totalidad de la enseñanza, la doctrina y la práctica cristiana.

De hecho, la atención concentrada en puntos candentes –en los que, por cierto, no cabe otra lectura sino la de la fidelidad y armonía con el magisterio precedente, que es bastante claro y contundente– puede hacer que se pierdan de vista las luces espirituales y pastorales que brotaron de la reflexión sinodal. Es mi intención en este foro dedicarme en las próximas participaciones en algunas de ellas, que en general se han descuidado en la divulgación tanto de los trabajos sinodales como de la recepción del documento. El mismo Papa Francisco ha recomendado detenerse pacientemente en la lectura.

El esquema de la Exhortación es descrito en la introducción. “En el desarrollo del texto, comenzaré con una apertura inspirada en las Sagradas Escrituras, que otorgue un tono adecuado. A partir de allí, consideraré la situación actual de las familias en orden a mantener los pies en la tierra. Después recordaré algunas cuestiones elementales de la enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia, para dar lugar así a los dos capítulos centrales, dedicados al amor. A continuación, destacaré algunos caminos pastorales que nos orienten a construir hogares sólidos y fecundos según el plan de Dios, y dedicaré un capítulo a la educación de los hijos. Luego me detendré en una invitación a la misericordia y al discernimiento pastoral ante situaciones que no responden plenamente a lo que el Señor nos propone, y por último plantearé breves líneas de espiritualidad familiar” (n. 6).

El estilo del documento no es uniforme. Además de ser un texto largo, varía de tonos. En ocasiones es muy coloquial; en otras, sofisticadamente técnico. En algunos puntos es muy claro y concreto. En otros no se puede negar su oscuridad y ambigüedad. En este sentido, con un poco de humor diría que es un buen reflejo del tiempo en el que nos encontramos: un texto posmoderno.

De cualquier modo, es de augurar que su finalidad se cumpla: “Que cada uno, a través de la lectura, se sienta llamado a cuidar con amor la vida de las familias, porque ellas no son un problema, son principalmente una oportunidad” (n.7). Sobre la misma línea se pronuncia en su conclusión, con una invitación franca. “Caminemos, familias, sigamos caminando. Lo que se nos promete es siempre más. No desesperemos por nuestros límites, pero tampoco renunciemos a buscar la plenitud de amor y de comunión que se nos ha prometido” (n. 325). “Siempre más” es una perspectiva característica de la espiritualidad ignaciana. Más allá del papel, está el proyecto de Dios que se verifica en existencias concretas. Llamadas, en la verdad, a la plenitud de la verdad y de la vida.

Foto: Jean-Honoré Fragonard, La Familia Feliz

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