El arte, explica el crítico teatral Eric Bentley en su libro clásico The Life of the Drama, se basa en el conflicto. Quizá sólo Tolstói había hecho un arte sobre lo cotidiano en sus vastas novelas clásicas, La guerra y la paz y Anna Karenina, pero aun ahí lo ordinario cede a lo trágico y lo melodramático. Cuando Bentley escribió su libro, en 1964, el cine comercial todavía estaba basado en las grandes explosiones emocionales de Hollywood, con sus gritos ensangrentados, sus llantos coagulados y su diálogo, más que improbable, inédito en la vida real. Si alguien lloraba como Joan Crawford seguramente padecía de un histrionismo chocante, como el de quienes hoy lloran en español. Pero el cine, desde antes del libro de Bentley, ya se anunciaba como el lenguaje más probable para transmitir la normalidad. El problema es que el mayor exponente de esta alternativa acababa de ser descubierto en Occidente en 1963, cuando el crítico Donald Richie inauguró la retrospectiva de Yasujirô Ozu en la Berlinale.

Ozu fue una figura extraordinaria en el cine mundial: desde que comenzó a filmar, en los años 20, hasta sus últimos días, en los 60, el director japonés se rehusó a seguir los convencionalismos estadounidenses y buscó innovar con un estilo silencioso que reflejara los ritmos y el tono de una vida tranquila. Su influencia es perceptible en cineastas de todo el mundo, del alemán Wim Wenders al iraní Abbas Kiarostami, pero sobre todo en un director japonés a quien podríamos llamar su heredero directo: Hirokazu Koreeda, cuya más reciente película se estrena este fin de semana en México.

Koreeda es una figura curiosa en la escena internacional. A diferencia de Ozu, sus películas no son formalmente innovadoras. Al contrario, en cierta medida son demasiado similares a las del maestro. Al igual que Ozu, Koreeda utiliza planos fijos y largas escenas donde no sucede mucho en términos de acción. En los cuadros de ambos directores la gente cocina, come, camina y sobre todo conversa. Quizá la vida no pueda ser más real —en el cine, claro— que en las películas de estos directores. Koreeda tampoco se distingue mucho de los temas de Ozu: ambos son pensadores morales y progresistas que admiten la muerte de las formalidades sin mucho que hacer más que alinearse a las nuevas normas sociales. Pero aunque Koreeda no sea original, sí me parece brillante y conmovedor en la inmensa empatía de su carácter. Sus películas no son revolucionarias como las de Ozu, pero su retrato de gente siendo o intentando ser gentil es un desafío a la normalidad con que el arte representa el conflicto.

No es mucho lo que cambia entre el principio y el desenlace de Después de la tormenta (Umi yori mo mada fukaku, 2016). No cambia el mundo donde se necesitan detectives privados para que las parejas se espíen y se extorsionen; donde un escritor es premiado por regar en público los secretos de su familia; donde ese escritor premiado no puede pagar la pensión alimenticia de su hijo porque padece de adicción a las apuestas. Pero algo cambia. Por supuesto, no voy a revelar qué, pero puedo decir que ese algo muestra la sutileza con que Koreeda representa el mundo. Ryôta (Hiroshi Abe), su protagonista apostador —y como la mayoría de los apostadores, un perdedor—, no es meramente patético o siquiera trágico. Es simplemente un hombre complejo cuyos vicios no opacan del todo la nobleza con la que aspira a recuperar a su ex esposa y a su hijo. La ingenuidad de este sueño contrasta con su talento para extorsionar clientes y víctimas mientras aprende la profesión de detective para su siguiente novela. Ryôta no es un mal hijo pero se niega rápidamente a cuidar de su madre cuando la vejez le impida vivir sola. La muerte de su padre no le ha enseñado aún a querer a los vivos en vez de arrepentirse frente a los muertos. ¿Por qué los hombres no aman el presente?, se pregunta su madre. Según su experiencia con Ryôta y su padre, ellos prefieren lo inasible, lo irreparable.

Entre los temas de la película, que incluyen la necesidad de amar para ser amado y la ausencia de escrúpulos en el mundo, está la sorpresa de un hombre ante su derrota. En un punto de la película Ryôta se dice a sí mismo que nada debió acabar así: con él distanciado de su familia, viviendo de un trabajo que lo hace empeorar; solo en una habitación que parece apenas cateada. La convicción de que la norma social de la familia se cumple por sí sola se despedaza en el egoísmo de Ryôta y lo deja intentando recuperar lo que perdió en las muchas tormentas de su vida anterior.

A pesar de los tifones metafóricos y concretamente reales en la película, Koreeda nunca recurre al melodrama para expresarlos. Las conversaciones de Ryôta con su madre, Yoriko (Kirin Kiki), por ejemplo, no son comerciales de chocolate en polvo donde la anciana tiene todas las respuestas sino intercambios sobre el futuro y la naturaleza del carácter humano donde nadie tiene certezas. Parecen superficiales con su sentido del humor y la ausencia de respuestas pero representan la forma en que una familia se orienta entre el misterio. En otra escena Ryôta finalmente confronta a su ex esposa, Kyoko (Yoko Maki), sobre su posible matrimonio con otro hombre, pero esta escena tampoco explota en una pelea o un intento de violación, como lo esperaríamos de directores más intensos. Koreeda es un hombre templado que elude a la gente de las portadas de periódico.

Sus actores reflejan el mismo tono. Mediante un carisma natural retratan a personajes cuyos diálogos y movimientos no parecen premeditados sino capturados de conversaciones genuinas. Kirin Kiki resalta al representar a una anciana locuaz, siempre lista para hacer alguna broma, pero su humor no excede en inteligencia o intensidad la comedia que encontramos en nuestras casas, en nuestras calles, como el resto de Después de la tormenta. Koreeda, insisto, no cambiará la historia del cine pero su celebración de lo ordinario quizá cambie algunas vidas.

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