Es divertido encontrar similitudes entre La gran muralla (The Great Wall, 2017) y la tensión provocada por el muro que Donald Trump quiere levantar —¿reforzar?— entre México y Estados Unidos. Considerando que la amenaza de la que la muralla china defiende a su imperio son peligrosos monstruos extraterrestres —o aliens, como se le llama a los extranjeros en inglés—, las audiencias bilingües podrían darle a la cinta un título como Matt Damon vs. The Illegal Aliens, muy apropiado para una película que bien podría haber sido escrita por Ed Wood. Pero por divertido que resulte, sería irresponsable. La gran muralla no me parece propagandística sino inoportuna, y más que eso: una intersección de decisiones discordantes que culmina en un choque espectacular donde la víctima, la Historia, sale mortalmente herida.

En un intento muy hollywoodense por inventar una leyenda china, el equipo creativo, que incluye como guionistas a hombres más talentosos de lo que aquí se muestra —Edward Zwick, Tony Gilroy y el director chino Zhang Yimou—, demuestra un descuido tal, que resulta importante advertir que: en la China de la dinastía Song lo que existía de la Gran Muralla no se parecía a lo que conocemos hoy —mucho menos a lo que vemos en la película, con sus entradas secretas y navajas gigantes que salen de unas comisuras inexistentes—; los viajes de europeos a Asia Lejana en aquel periodo eran muy escasos; Estados Unidos no existía, entonces el acento estadounidense de Matt Damon tampoco; el inescrutable acento de Willem Dafoe debe ser un invento suyo, y, por si acaso, la Gran Muralla no se construyó para proteger a China de monstruos extraterrestres sino de las invasiones de los mongoles. Entiendo muy bien que la película es una fantasía pero la forma en que reinventa la China medieval es ya ultrajante. Me parece importante notar estos detalles porque denotan la concepción hollywoodense de la antigüedad y de lo legendario en otros países: lo que importa no es lo real sino lo que exprese mejor el presupuesto. Y de esta manera quizá podríamos excusar a Zhang por una película en la que los productores probablemente tuvieron mayor peso creativo.

Zhang ya nos había entregado exitosos romances de acción como Héroe (Ying xiong, 2002) y La casa de los cuchillos (Shi mian mai fu, 2004), que continuaban la antigua tradición del cine wuxia, es decir, las películas de artes marciales en las que se celebraba el rico folclor chino con historias sobre antiguos guerreros que podían saltar en el agua y manipular la espada como un apéndice de sus ágiles cuerpos. La gran muralla, en contraste, nos muestra a William (Damon), un europeo sin origen específico, que llega a China con el propósito de robar pólvora pero resulta ser un extraordinario guerrero capaz de matar a las grotescas bestias que asedian el imperio. Como muestra hollywoodense de diversidad, la película está hablada en inglés y mandarín e incluye al chileno Pedro Pascal como el simpático compañero de aventuras de William, y a la actriz china Tian Jing como una improbable comandante durante la dinastía que popularizó los pies de loto, la infame práctica que limita y deforma el crecimiento del pie femenino. Willem Dafoe, un actor normalmente matizado y complejo, interpreta a otro europeo varado en China, basándose en unas cuantas miradas de temor y ambición. Estos elementos exceden los romances de Zhang que, aunque exagerados, no denotaban una intención de utilizar el pasado para generar ganancias sino para manifestar una admiración amorosa.

Formalmente, son escasos los elementos que denotan la autoría del director. Aunque los colores del cine wuxia de Zhang se manifiestan en las armaduras de las tropas chinas, sobre todo el rojoy azul intensos, además del amarillo que se viste en la Ciudad Prohibida, son pocas las ocasiones en que su estilo visual se enfoca más en la belleza del movimiento que en la excitante y violenta destrucción de los cuerpos. Por supuesto, los cuerpos desmembrados pertenecen a los monstruos, con tal de obtener una clasificación que garantice una mayor audiencia. Desafortunadamente, tanto las bestias como algunas imágenes panorámicas del muro hacen que, en comparación, en La montaña sagrada (1973), de Alejandro Jodorowsky, resulte una experiencia más impactante. Las texturas son claramente de animaciones digitales, no de los impresionantes robots de Steven Spielberg o de las inocentes víctimas de Jodorowsky. La noción de artificialidad trasciende hacia lo único que podría salvar a la película: el espectáculo.

Si nos importan poco la Historia, las distorsiones del homo Hollywood o el declive en la excelencia artística de Zhang, al menos debe importarnos la posibilidad de ver lo inédito pero el director de fotografía Zhao Xiaoding se muestra por primera vez incapaz de crear imágenes visionarias. Al contrario, la película nos ofrece un frenético nivel de destrucción típico en las superproducciones épicas de Hollywood protagonizadas por Gerard Butler, como 300 (2006) o Dioses de Egipto (Gods of Egypt, 2016). Las manadas interminables de monstruos nos afirman la nueva estética de la colmena, donde las amenazas no sólo deben ser peligrosas: deben ser increíbles. Son muchos los planos en La gran muralla que nos muestran a los extraterrestres como una masa enorme hecha de cuerpos grotescos que en conjunto crean un monstruo invencible, salvo para un par de valientes. Quizá podamos responsabilizar de ello a Guerra Mundial Z (World War Z, 2013), una película que hizo de amontonar monstruos una corriente cinematográfica.

Si debemos preocuparnos, entonces, por La gran muralla, no debe ser por sus nulas implicaciones políticas o por su pésimo momento de estreno. Debe angustiarnos como el manifiesto de una cultura que, por un lado, nos presenta a Meryl Streep abogando por la diversidad, pero por el otro le ha retirado su voz a uno de los grandes directores chinos, y su rostro a una de las culturas más asombrosas en el mundo. Todo esto mientras nos afirma que las mentiras en pantalla son un sueño magnífico. Es momento de despertar.

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