En una entrevista de 1975 para la revista Sight and Sound, el maestro François Truffaut explicó que “si una película fracasó en satisfacer al público o a mí, tengo la fantasía de empezarla otra vez”. Otros maestros, Alfred Hitchcock y Yasujiro Ozu entre ellos, han filmado dos veces la misma película con intenciones idénticas. El resultado depende del director porque, citando de nuevo a Truffaut, “no hay malas películas, sólo malos directores”. El refrito —una palabra despectiva e injusta— no es malo en sí. No implica falta de creatividad o de control, ni irrespeto a los clásicos cuando se vuelven a filmar las películas de otros. Al contrario, muchas veces se trata de un homenaje o de una necesaria competencia con los gigantes en cuyos hombros se paran las nuevas generaciones. El problema del refrito en Hollywood es que sólo en raras ocasiones los cineastas jóvenes logran permanecer de pie sobre los genios que los preceden. Ya hablamos de lo que pasó con la nueva Ben Hur (2016).
El caso de Los siete magníficos (Magnificent Seven, 2016), de Antoine Fuqua, es otro de una película con una técnica más o menos contemporánea que guarda una sensibilidad muy vieja, prácticamente igual a la de su predecesora. Basta ver la actuación de los protagonistas y el villano. En vez de recurrir al moderno estilo naturalista, todos son caricaturas: Denzel, por ejemplo, es muy Denzel, con sus soliloquios entregados con voz grave y los ojos entrecerrados como un Clint Eastwood negro y más sabio, menos intimidante. Peter Saarsgard es un villano ya demencial: al principio de la película obliga a un niño a meter la mano en un frasco que podría o no contener algo peligroso. En la batalla final su personaje, un comandante egoísta y cobarde, ordena tácticas que matan a sus propios hombres y se aburre cuando el pueblo que asedia muestra su voluntad de defenderse.
La trama de la cinta, ya lo habrán notado los espectadores de la original Los siete magníficos (Magnificent Seven, 1960), es exactamente la misma: un grupo de forajidos asalta un pueblo periódicamente para robarle sus provisiones hasta que los aldeanos contratan un grupo de siete pistoleros —magníficos, todos ellos— que les enseñan a defenderse y juntos vencen a los villanos en una costosa batalla final. También es, fundamentalmente, la misma trama de Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954), de Akira Kurosawa, pero mientras la producción estadounidense de 1960 dio un paso importante en su adaptación de la cinta japonesa al ubicarla en un contexto de western, la película de Fuqua no hace nada ni formal ni temáticamente innovador. No es un refrito: es una repetición de lo que ya habían hecho el director John Sturges y su guionista William Roberts. En una entrevista reciente Fuqua dijo no haber visto la cinta de Sturges durante el rodaje para evitar las imitaciones. Esto sugiere que nos encontramos ante algo similar a lo que pasa en el cuento Pierre Menard, autor del Quijote, de Jorge Luis Borges. Ahí un tal Pierre Menard vive una vida del siglo XVII y termina escribiendo, palabra por palabra, la misma novela monumental que Miguel de Cervantes. Fuqua no vivió —hasta donde sé— una vida de mediados del siglo XX pero sí nos dio una película de esa época en pleno siglo XXI.
Ya expliqué la actuación de los protagonistas como simplista y melodramática, típica de los westerns del siglo pasado, que conlleva además una actitud moral: los buenos son magníficos y los malos, terribles. No hay hombres y mujeres reales, sólo héroes, victimarios y víctimas. Es una detracción de la complejidad moral con que Clint Eastwood nos había presentado a sus personajes en Los imperdonables (Unforgiven, 1992). En esa película el viejo actor y director nos presenta un mundo donde todos los hombres que matan son monstruos domados por su entorno social, capaces de actos nobles y caracteres simpáticos, por una parte, y venganzas crueles, implacables, por el otro. La violencia, además, aunque no es tan explícita como la del maestro del western, Sam Peckinpah, busca impactar a los espectadores, más que entretenerlos. En el caso de Fuqua nos encontramos con una violencia típica de los 1950-60, es decir, apta para toda la familia. Por ejemplo, en una escena el personaje de Chris Pratt mutila con un balazo la oreja de un hombre pero no vemos siquiera la sangre: es un intento de mantener la clasificación apta para menores acompañados por sus padres. ¿Entonces de qué sirvió hacer una película que se comporta de la misma manera que su predecesora? Para hacer la historia más diversa. El único aspecto moderno de Los siete magníficos de Fuqua es la inclusión de distintas minorías estadounidenses entre los pistoleros: si antes había un cajún y un méxico-irlandés, ahora tenemos un negro, un mexicano completo, un comanche y, cerca de los siete, una mujer que los contrata y participa en la balacera final. Antes eran los gringos quienes defendían un pueblito mexicano y ahora las minorías unidas defienden a los blancos, anglosajones y protestantes. No se vaya a olvidar que la película se hizo bajo la presidencia de Obama.
No es que la diversidad sea mala, por supuesto, el problema es que no estamos ante un gabinete sino ante una película. El arte que se hace para defender principios políticos se llama panfleto, se llama propaganda. Si queremos ver una obra innovadora en trama y estilo debemos dirigirnos a Steven Spielberg y su Rescatando al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998). Permítanme argumentar: en el último acto de la película, cinco Rangers experimentados y un infante cobarde llegan a un pueblo ocupado por paracaidistas novatos para organizar la defensa ante una cantidad interminable de alemanes que podrían matarlos a todos sin su ayuda. Spielberg nos muestra en un contexto bélico una violencia devastadora y grotesca, como la real, para contar una historia muy similar a la de Kurosawa y mostrarnos que los verdaderos héroes son quienes dan sus vidas para salvar siquiera una. Fuqua repite un estilo viejo para decirnos que la diversidad mata a los malos. ¡Vaya progreso!
Twitter:@diazdelavega1
butacaancha.com
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