Intensa mente (Inside Out, 2015), como cualquier otro filme, está incompleto. Toda creación artística es un intento, una tentativa, quizá diría Octavio Paz, por aprehender las realidades que habitamos y que nos habitan. Ninguna creación, ni siquiera las más vastas, como Ulises, de Joyce, o La guerra y la paz, de Tolstói, nos permite conocer algo, sino meramente acercarnos a ello. En todo caso, el arte nos da la oportunidad de arrancarle lo misterioso al mundo, de darle sentido. En el cine no aprendemos: reaprehendemos, reconocemos. Por ello, una película, una pintura, un poema, cambian, se abren como flores conforme avanzan las estaciones no del año: de nuestras vidas. La experiencia les da sentido y encuentra las obras cada vez más vastas y a la vez más pequeñas. No es un demérito, entonces, decir que Intensa mente no es la representación completa de una consciencia infantil. Es un fragmento dentro de un cúmulo de reflexiones cinematográficas.

Más una reevaluación de la melancolía que una exploración de la mente de una niña de 11 años, Intensa mente tiende a la diatriba contra la alegría, a la que encuentra ignorante, un poco pedante y a momentos cruel con su némesis: la tristeza. “Sólo sigo diciendo cosas tristes”, lamenta Tristeza. “No te preocupes, lo arreglaremos”, le contesta Alegría. Hay una evidente apatía y desprecio en la respuesta. Es en este punto y en la revelación de la importancia que tiene Tristeza para un recuerdo central de la niña, que no sólo Alegría, sino la audiencia entera, comprenden que la dicha que nuestra cultura predica como buena es una mentira: sentirse triste no es una condición moral, es decir, no es bueno ni malo. Sentirse triste es una condición natural. Los estudios Pixar han culminado el largo viaje de su filmografía, durante el cual nos han mostrado que la melancolía y la pérdida son inevitables y complementarias a la felicidad. Los juguetes de Andy terminan con otra dueña, Nemo pierde a su madre, Sulley y Wazowski dejan ir a Boo, y aun así la vida continúa. Ante el desastre y la separación, los caracteres se agrandan, pero sobre todo se engrandecen.

El punto de Pixar y de sus héroes es reconocer y superar el abandono, y por ello la representación de la consciencia de Riley, la protagonista de Intensa mente, no es un interés principal, sino un contexto. Si nos preguntamos cuál es el valor simbólico de que Alegría y Tristeza aborden el tren del pensamiento, es difícil concluir que siquiera exista. Sucede igual con la escena en que provocan una pesadilla. Cierta parte de las desventuras de estas dos emociones carece de significado porque sirve más bien para crear una trama original con los elementos de la psique. Más que explorarlos, Intensa mente los aprovecha. Por ejemplo, el novio imaginario de Riley no nos ayuda a comprender mejor su sexualidad, pero ayuda a Alegría a regresar al cuartel general. Tampoco conocemos las fantasías de Riley en general ni su violencia, más allá de las rabietas de Ira.

Por supuesto, sería un despropósito exigir estos aspectos. Un filme familiar tendría que excluir a los espectadores más pequeños para discutir estos temas. Por esa razón, hace unos años Spike Jonze se arriesgó a comprimir su público para hacer una indagación más melancólica y acaso profunda sobra la maduración de un niño. Donde viven los monstruos (Where the Wild Things Are, 2009) apenas si recuperó su presupuesto, pero permanecerá como uno de los grandes exámenes cinematográficos de la consciencia infantil. Max (Max Records), un niño atormentado por la muerte de la Tierra, la indiferencia de su hermana y la competencia por atención con el novio de su madre, posee dentro de sí una frustración y una violencia que se esparcen libres en una isla situada en su imaginación. Ahí, un grupo de monstruos habla sin cuidado de comérselo o abusan del más débil entre ellos con un sadismo atemorizante. Jonze no se contiene de mostrar esta rudeza dentro de la consciencia de Max porque considera su imaginación ajena a la moralidad de los adultos: inmadura.

Esa misma incapacidad para reconocer la dimensión de los actos y sus consecuencias prevalece en los jóvenes protagonistas de Juegos prohibidos (Jeux interdits, 1952), de René Clement y Cría cuervos (1976), de Carlos Saura. En estos filmes, el viaje no es interior, pero como escribió Saul Bellow, en la superficie de las cosas se revela el corazón de las cosas. Rodeados por la historia y sus desastres, los protagonistas de estas películas revelan la influencia trágica de la realidad, que termina consumiéndolos. En la cinta de Clement, un par de niños franceses, endurecidos por la guerra que los rodea, construyen un cementerio de animales para darle sentido a la desolación. Su imaginación redescubre la muerte en la libertad de la inocencia. En Cría cuervos, la pequeña Ana (Ana Torrent), representante de la última generación que vio el franquismo en España, le grita a su tía, desesperada porque no es su mamá: “¡Quiero que te mueras!”. Ana, como el resto de la España sin Franco, se siente vulnerable, sola, y en su inmadurez descubre que la muerte puede resolver problemas. Ana decide envenenar a su familia con unos poderosos polvos, que resultan ser sólo bicarbonato de sodio. Estos niños, por supuesto, viven en condiciones más adversas que las de Riley, pero su desesperación es similar y es expresada con una crudeza mayor a la de Intensa mente que nos expone a los niños con la confrontación de que en ellos se alojan ideas más oscuras y más crueles de las que suponemos.

Nuestra capacidad visionaria, brevemente representada en los sueños y recuerdos de Riley, es el foco de La gran aventura Lego (The Lego Movie, 2014), de Phil Lord y Christopher Miller, y del drama adolescente de John Schlesinger, Billy Liar (1963). En la primera, los directores abundan en la imaginación de un niño que juega con los Lego de su padre y proyecta las frustraciones en su relación con él. El juego es una forma de lidiar con la realidad. La representación que hace de ello La gran aventura Lego es asombrosa en su fidelidad a las preocupaciones del niño, que construye un villano basado en su padre: un malvado presidente corporativo decidido a inmovilizar a los demás juguetes con pegamento. Billy (Tom Courtenay), en la cinta de Schlesinger, es ya un joven, pero sus constantes huidas a una tierra imaginaria donde él marcha como su gobernante magnánimo sugieren un elemento pueril. Las fantasías de Billy lo muestran montando tanques, recibiendo aplausos, o asesinando a su familia en un tono cómico, y revelan las frustraciones de un joven atemorizado de alcanzar sus propias aspiraciones.

Estas películas, diversas en sus intenciones y observaciones, también están, como Intensa mente, incompletas, pero en conjunto con muchas otras que podrían incluir Los 400 golpes (Les quatre-cents coups, 1959) o incluso Los olvidados (1950) construyen un canon que ilustra la consciencia de nuestros primeros años. Quizá si nos permitiéramos penetrar estas visiones, nos dejaríamos poseer por una sabiduría que redescubra la acción de los niños no como un entramado de azares o caprichos, sino como la explosión de un mundo interno tan vasto como el de los adultos y menos condicionado por nuestros prejuicios.

Twitter: @diazdelavega1

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