En los últimos meses el debate público ha volteado su mirada hacia los órganos autónomos. El INE y el Inegi sufrieron recortes presupuestales históricos, bajo el argumento de que podrían hacer más con menos recursos. El INAI, por su parte, ha sido cuestionado por la consistencia de sus decisiones. Algunos órganos reguladores (CRE, IFT,Cofece) han salido a la palestra al amparo de supuestos conflictos de interés en que pudieron haber incurrido miembros actuales o anteriores. Ello nos lleva a preguntarnos, ¿necesitamos órganos autónomos? ¿vale la pena seguir invirtiendo recursos para proteger su autonomía?

Respondo con un “sí” categórico. El Estado constitucional moderno requiere de órganos autónomos para ser eficiente. Los diseños institucionales sugieren que sus funciones sean asumidas por empresas privadas, o directamente por el gobierno, pero generarían problemas enormes. Ahorrar en órganos autónomos no resuelve su problemática: la profundiza.

Joseph Stiglitz —Nobel de economía de pensamiento progresista— explicó por qué es indispensable la autonomía. Hay áreas que, ya sea por la naturaleza de su quehacer o por la complejidad de su materia, deben ser abstraídas del proceso político. La sensibilidad de los políticos para identificar preferencias de las mayorías es un activo para el desarrollo de casi todas las tareas gubernamentales, pero muy mal consejero en áreas técnicas que requieren certeza, precisión y predictibilidad.

Las crisis de precios de los años 70-80 dejaron ese hallazgo muy en claro. Sin autonomía los bancos centrales eran proclives a políticas monetarias deficitarias, atendiendo a necesidades del ciclo político. No es casual que desde los años 90, casi todos los países del mundo se hayan comprometido con diseños que garantizan políticas monetarias independientes. Se preserva el valor de la moneda, al tiempo que se envían señales de consistencia a los mercados.

En otros casos, la distancia frente al poder público es precisamente el elemento que agrega valor al quehacer institucional. La objetividad de las recomendaciones formuladas por el ombusdman, la veracidad de las cifras presentadas por la autoridad en estadísticas y la apertura de las decisiones en materia de transparencia son creíbles sólo en la medida en que éstas se toman sin injerencia alguna. Sin autonomía la misión de esas instituciones es imposible.

Lo mismo pasa en las elecciones. El estándar internacional recomienda comisiones electorales independientes para garantizar buen desarrollo de los comicios y evitar eventuales sospechas de irregularidades. Esta exigencia no es exclusiva de las frágiles democracias latinoamericanas. De hecho, parte de la herencia europea y es aplicable a órganos nacionales y locales, independientemente del signo político u honorabilidad del gobierno en turno.

En cuanto a los organismos reguladores, su independencia no sólo se explica por la complejidad de materias tan técnicas como la energética, las telecomunicaciones o la competencia económica. Tiene que ver con la necesaria gobernanza en mercados nuevos o estratégicos para el país. Reglas que den certidumbre a los consumidores e inversionistas.

Es claro. El país gana con órganos autónomos, ya que éstos desarrollan tareas que los gobiernos no pueden realizar directamente en forma eficaz. Ello no implica que los colegiados o sus miembros no deban rendir cuenta de su actuación. Ahí encuentro las más importantes ventanas de oportunidad. Se deben generar las condiciones para que estos organismos informen a la sociedad periódicamente de sus acciones en un lenguaje comprensible para todos y no sólo para los actores involucrados en su sector. Es pertinente que se apliquen sanciones a quienes incurran en actos ilegales. ¡Bienvenido el debate sobre la autonomía!


Consejero del Instituto Electoral de la Ciudad de México

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