El número es desconocido. A nivel nacional, según la CNDH, hay alrededor de 700 menores de 6 años que nacen y viven en prisión con sus mamás. La cifra, según la propia Comisión, se duplicó en los últimos 4 años. Sin embargo, el autogobierno y cogobierno que predomina en más de 80% de las cárceles del país hace que sea imposible saberlo con exactitud. De ese tamaño es el descontrol en nuestros reclusorios: no podemos, siquiera, saber cuántos menores hay viviendo (y sobreviviendo) entre rejas.

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Hace unos meses, mientras aplicábamos encuestas, conté 52 niñas y niños —y por lo menos 20 mujeres embarazadas— en uno de los penales más peligrosos de Latinoamérica: “Topo Chico”, en Nuevo León. Una misión casi imposible si consideramos que las propias autoridades del centro no tienen, ya no digamos control, sino acceso al penal.

¿Cuántos niños tienen viviendo aquí?”, le pregunté a la subdirectora al salir del penal. Su respuesta retrata el descontrol: “Tenemos 34 menores con sus mamás”. Me fui incrédula.

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8 am. “Esta es una llamada de reclusorio, de no aceptarla cuelgue”, escucho en la grabación tras responder el celular. Espero en línea. “Soy Jessica del penal de Santiaguito. Te estoy hablando del penal de Neza. Nos trasladaron anoche. No tenemos ropa ni pañales para los bebés. No tenemos fórmula que nos alcance ni para hoy. Por favor ayúdanos”, dice con voz angustiada.

“Nos trasladaron a las 3 am. El reglamento dice que no podemos llevar mas que un cambio de ropa; lo mismo aplica para los menores. Los custodios entraron gritando que teníamos un minuto para agarrar nuestras cosas y a los niños. Logré agarrar tres pañales y una torre de fórmula”, me cuenta.

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Pedro, de 9 años, vivía hasta hace unos meses, en el penal femenil Tanivet, Oaxaca, con parálisis cerebral (eso referían las autoridades, aunque nunca había sido diagnosticado). Lo único que conocía eran las cuatro paredes de una celda, y su vida se limitaba a la silla de ruedas que lo trasladaba dentro del reclusorio, su casa. “¿Nunca lo ha visto un médico señora?”, pregunté a su madre.

“Solo el médico general que viene de repente”, respondió. Tiene junto a su cama un bonche de recetas con medicamentos. El costo rebasa los 10 mil pesos. Impagable. “No tengo quién los compre, mucho menos quién los traiga.” En Tanivet hay más de 20 menores y nunca ha ido un pediatra.

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Ser menor, y nacer y vivir en prisión, es formar parte de un grupo vulnerado distinto a otros. Hablamos de niñas y niños que jamás han visto el cielo de noche, porque un candado y un reglamento de seguridad se los impide; que nunca han visto las estrellas. Menores que jamás han observado un perro, y para quienes conceptos como mar, parque, río, coche, autobús o escuela, son solo eso, conceptos que les son ajenos.

No existen protocolos de seguridad o reglamento que distinga a los menores de las internas que están en prisión. El trato, queda a discreción de la autoridad penitenciaria.

La Ley de Ejecución Penal ya incluye —por primera vez— la maternidad en prisión y obliga a los estados a crear condiciones para los menores. Pocos penales han aplicado medidas para garantizar los derechos de los infantes; la mayoría, ni siquiera están enterados que, de no hacerlo, a partir del 30 de noviembre, estarán incumpliendo la ley.

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“Libre, soy libre”, grita Alex mientras despega el avión rumbo a Cancún. Va a cumplir 6 años y es la primera vez que dormirá lejos de su mamá. Reinserta lleva a estos pequeños a conocer el mar y tener contacto con otra realidad. En el mar de Cancún, Alex, acompañado de una decena de niños que, como él, viven entre los barrotes del reclusorio femenil Santa Martha Acatitla, libera tortugas. Toma una con cuidado extremo, se acerca a la orilla del mar y pide un deseo: “Que mis papás sean libres como tú, para poder vivir aquí contigo”. Le da un beso y ve cómo nada hacia la luz de la luna.

 Presidenta de Reinserta

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