En cada cultura existen normas que determinan la manera en que se juzgan las acciones morales de un sujeto dado. En los países que tienen el islam como religión mayoritaria, por ejemplo, la modestia y la humildad son valores esenciales, ya que los textos sagrados las establecen como parte de la fe. En este contexto, dichos valores muestran el respeto a la divinidad y deben mantenerse en lo público y lo privado. Para las mujeres que viven en los países islámicos ello significa utilizar una burka, hiyab u otras prendas que cubren todo el cuerpo y el rostro o parte de él, como un símbolo de respeto, decencia y recato. En el mundo occidental en cambio, la libertad de la mujer para vestir es un valor que muchas de nosotras hemos defendido y que hoy constituye un derecho generalmente aceptado. Privar a una mujer de esta libertad, en nuestra cultura, es moralmente incorrecto.

En el pasado, la diferencia evidente entre los códigos morales de culturas diferentes fue tomada como un indicativo de que la moralidad es un producto cultural de la humanidad y no un atributo humano naturalmente determinado; sin embargo, desde que Charles Darwin publicó El origen del hombre en 1871, varios autores han retomado su propuesta de que la moralidad es un producto de la evolución humana, lo que implica una distinción marcada entre la capacidad humana de efectuar juicios de valor y los códigos morales culturalmente determinados.

Uno de los más importantes teóricos al respecto es el evolucionista Francisco J. Ayala. Según este autor (Adaptative Significance of Ethics and Aesthetics), los seres humanos somos seres morales porque nuestra naturaleza biológica nos otorga la capacidad de anticipar las consecuencias de nuestras acciones, hacer juicios de valor y elegir entre diferentes cursos de acción. Estas tres condiciones, sostiene, son producto de la inteligencia humana, que fue favorecida por la selección natural en el transcurso de nuestra evolución porque hace posible la construcción de herramientas —entre otras muchas razones, como la capacidad de resolver problemas y el hecho de que permite la formación de relaciones sociales colaborativas mucho más complejas—, lo que a su vez nos ayuda a mejorar nuestras posibilidades de sobrevivir y reproducirnos.

La moralidad entonces, como el arte, la literatura y la política, entre otros, es una consecuencia del desarrollo de la inteligencia humana. Es decir que en términos biológicos, según Ayala, la moralidad es una exaptación, que Stephen J. Gould definió como un carácter que fue formado mediante la acción de la selección natural para cumplir cierta función y después es cooptado para un nuevo uso (primera acepción) o como un carácter que es cooptado para cumplir una función ya existente y cuyo origen no puede ser atribuido a la acción directa de la selección natural (segunda acepción). En este caso, la selección natural actuó sobre las capacidades intelectuales de nuestros ancestros, y en algún punto del proceso evolutivo ello permitió el surgimiento de nuestra capacidad moral.

Para Ayala, la capacidad moral es un producto de la evolución que sólo puede ser alcanzado cuando los atributos que le dan sustento (la inteligencia) se encuentran completamente desarrollados y se cruza un umbral evolutivo; aunque otros autores defendemos, como lo hizo Darwin, que hubo un largo proceso de evolución que empieza en los animales que llevó a la construcción de un comportamiento moral. En la siguiente entrega profundizaremos sobre este punto.

Coordinadora de Proyectos
Académicos Especiales,
Secretaría General, UNAM

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