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Coachella, California

El día que Ramona Bon llegó a los campos agrícolas de Bakersfield, en Estados Unidos, no había espacio para nadie: cada parra, cada tronco retorcido estaba ocupado por un par de manos que hurgaban urgentes.

La competencia por un espacio era feroz. Cientos de migrantes se aglomeraban en los surcos verdes por un mal salario, pero se había acabado el dinero y no podían viajar miles de kilómetros de regreso.

Aquella mañana, Ramona —mexicana, de 37 años, cuerpo firme— bajó los párpados, cerró los ojos y respiró profundo.

Como migró sin documentos, sus opciones se redujeron a una: trabajar en el campo acompañada de sus hijos. No sabía piscar, pero lo que más le pesaba en ese momento eran los cuatro niños que trajo desde México. Ese día de 2008, junto con ella, sus hijos fueron sometidos a una prueba de pisca en un viñedo. La mujer temía al fracaso de los niños, pero las pequeñas manos desprendieron rápido el fruto morado.

Ella no. Saber que la delicadeza y la rapidez para cortar las uvas maduras determinarían su permanencia en Estados Unidos, le provocó temblores que volvieron sus manos torpes.

Sus hijos fueron contratados. Ramona tendría que volver dos semanas después de practicar, pero los niños le ganaron un espacio en los cuartos de lámina que ofrecía el rancho a jornaleros.

La invadió la emoción. Había logrado atravesar un país con sus hijos, llegar hasta los campos agrícolas y conseguir un empleo sin papeles, pero, ¿estaba convencida de que el destino era eso? Recordó a su esposo, aquel accidente de carro en el que murió y las carencias que pasó desde ese día. Recordó los 500 pesos que le repartieron a cada niño por su seguro de vida; la pensión por viudez de 3 mil pesos que no alcanzaba. Recordó que después de su esposo no había nada.

Entonces empezó: se puso un paliacate fosforescente en la boca, se ajustó una camisa de manga larga y una chamarra que ocultaba sus formas. Un limón. Una sandía. Una vez, otra vez.

—Ya no tengo esperanzas. Nunca voy a regresar a México.

El sueldo se va en cuanto llega

Son las cuatro y media de la mañana y cada paso de Ramona obedece a la rutina: la alarma suena. Se baña apresurada, casi a ciegas. Se recoge el cabello en una coleta. Se pone un pantalón.

Con un rodillo precalienta las manos que más tarde han de piscar la fruta de temporada. Prepara tortillas para toda la familia; la masa llena y cuesta poco. Han pasado ocho años desde el día que llegó con sus hijos a Estados Unidos y Ramona sigue piscando. Aprendió que la disciplina es rentable. Levantarse, cortar, limpiar, dormir. Levantarse.

Llegó con sus tres hijos varones de entre 10 y 14 años, y una mujercita. Crecieron y los tres hombres regresaron a México. Su hija también trabaja como jornalera y, al igual que Ramona, es madre soltera. Cada cheque se desvanece cuando hay que mantener a dos niños que miden medio metro, y además hay que enviar transferencias a los tres hijos en México.

Una jornalera gana entre mil 500 y 2 mil dólares al mes. Se van como llegan: alguien sin papeles migratorios difícilmente comprará una casa, y si accediera a un crédito sería con una tasa de interés alta. Ramona paga 750 dólares de renta, 500 de servicios básicos, 300 de comida.

Todos los días trabaja ocho, hasta 10 horas bajo el sol, y gana nueve o 10 dólares la hora. Su sueldo lo tasa el contratista. A la semana gana unos 480 dólares que no rinden. Tan sólo por la baby sitter, otra mujer sin papeles migratorios que cuida a sus nietos, paga 480 dólares al mes. Se calcula que hay 700 mil trabajadoras domésticas y nannies en hogares privados de EU, la mayoría son migrantes, con o sin papeles.

Ramona y su hija trabajan en Coachella, una pequeña comunidad agrícola asentada en un oasis de palmeras localizado a dos horas de la ciudad de Los Ángeles. Es un enorme granero de 80 kilómetros cuadrados que produce muchas de las fresas, dátiles y uvas consumidas en todo Estados Unidos, frutos cultivados y cosechados por manos mexicanas.

Aunque Coachella es conocida a nivel mundial por su festival musical, la composición étnica del público que acude, en su mayoría caucásico, es muy distinta a la de la ciudad de 43 mi habitantes, donde tres de cada cuatro residentes son latinos.

Fue ahí donde César Chávez abrió la primera oficina del sindicato de trabajadores agrícolas United Farm Workers of America, e inició el histórico boicot a los productores de uva en 1965, un hito en la historia del movimiento campesino y de defensa de los derechos civiles de Estados Unidos.

—Hace menos de un mes me caí desde lo alto de un árbol de limón. Me fui hasta abajo. Me piqué el ojo y lo traía lleno de sangre. Pero me levanté y seguí trabajando porque tenemos que comer —cuenta Ramona, quien conserva su acento norteño.

Ramona nació hace 45 años en Estación Naranjo, un pueblito del estado de Sinaloa. Es una de los 1.75 millones de jornaleros —hombres y mujeres— que trabajan indocumentados en Estados Unidos, según la Encuesta Nacional de Trabajadores Agrícolas (Nanaws, por sus siglas en inglés).

La sinaloense se dedica a la pisca, al igual que otras 630 mil mujeres migrantes trabajadoras del campo que, como ella, están expuestas a la violencia, el acoso sexual y la explotación laboral. Que se enfrentan al desafío de cuidar a sus hijos y trabajar.

Seis de la mañana. Durante 10 horas Ramona sólo tomará dos descansos de 15 minutos para ir al baño. Agachará la mitad del cuerpo hasta al ras del surco, porque hoy toca recolectar rábano y hay que sacarlo de la tierra.

El encargado del rancho, un hombre de piel color chocolate y acento de la costa de México, invita a los trabajadores a calentarse. Hay que flexionar las piernas, mover los brazos, brincar, una rutina de ejercicios para despertar y menguar el frío. Silba el viento, nadie habla. Apenas una risa por aquí, otra por allá. Es muy temprano y el frío petrifica los movimientos, incluso los de los labios.

Ramona está desanimada, cómo no. Apenas durmió tres horas y media porque el día anterior llegó a cocinar, limpió la casa, fue a la lavandería y pasó al supermercado.

—A veces no me puedo bajar del carro. Me estaciono y digo: ‘Pues tengo que entrar, nadie lo va a hacer por mí —dice.

Cuando la jornalera lleva dos horas trabajando, el sol sale: el anaranjado del cielo contrasta con el verdor de las campos que se extienden hasta una cordillera rocosa que rodea el valle de Coachella. El rocío de la mañana humedece la tierra, desprende un olor a barro que se mezcla con el de los rábanos. Ramona hace bonchecitos que aprieta con guantes de látex. Parecen un ramo de rosas rojas, botones de rosas.

Maricruz Ramírez, representante de la Organización Líderes Campesinas de California, advierte que las mujeres como Ramona aceptan todo lo que les toca sufrir: soportan las injusticias para evitar ser deportadas. Nunca descansan.

“No hay derecho a quedarte acostada”

A veces, sólo a veces, Ramona siente que la tierra del valle succiona la vida de sus 45 años. Como aquella vez que una gripa le provocó dolores articulares que le impedían mover los brazos, o cuando acabó con las rodillas inflamadas de tanto recargarlas sobre la tierra.

—El año pasado me enfermé de la garganta una semana de tanto trabajar en la tierra mojada. Fue la primera vez que falté cinco días. No me corrieron, pero tampoco me pagaron. No tenemos derechos.

Es jueves y la semana laboral casi termina. Ramona siente dolor en los brazos, las piernas le pesan. La espalda, que siempre está encorvada, se ha vuelto en su contra: es como si llevase una estaca clavada.

—Estoy sola, tengo doble valor, tengo que dármelo yo misma, porque ¿quién me va animar aquí a un lado? Nadie, yo sola tengo que tener el valor y pensar positivamente. El otro día seguramente será peor, y tú eres el sustento de la casa, no hay derecho a quedarte acostada.

En el salario, el género también juega en su contra: un reporte de 2010, del Southern Poverty Law Center, estima que el ingreso anual promedio de las mujeres que trabajan en el sector agrícola es de 11.25 dólares la hora, una cifra menor que los 16.25 que perciben los hombres que trabajan en el campo. Por ese sueldo, las mujeres soportan todo.

—Algo que recuerdo mucho fue hace un tiempo, cuando fui al baño. Salí y un señor me dijo: ‘Qué chichotas tiene’. No le dije nada porque me dio mucha vergüenza. No supe qué hacer, sentí mucha pena.

Por los hijos aguantan todo

Blas Gutiérrez es abogado, director de California Rural Center Assistance, una organización civil que representa legalmente a los trabajadores del campo en Estados Unidos. Junto con Lorena Martínez, trabajadora social, se estableció en Coachella.

Dicen que la historia de Ramona se repite: salarios bajos, jornadas extenuantes bajo el sol, acoso sexual por parte de compañeros, supervisores y mayordomos: comienzan en piropos y culminan en violaciones que no se denuncian.

“Ellas tienen hijos por los que están luchando, tienen que alimentar a su familia, tenerles un techo donde quedarse, entonces aguantan básicamente todo tipo de acoso, maltrato, amenazas”, dice Martínez. No pueden hacer nada, se los impiden sus hijos, por eso aguantan tanta discriminación.

—Pero ningún cheque, nada, suple el amor de un hijo. Ni uno ni dos. Ni tres —llora Ramona por primera vez desde que inició la conversación—. La jornalera presiona sus ojos con sus manos ásperas.

Hace media década que Ramona no ve a sus tres hijos: a uno lo deportaron, los otros dos salieron del país y nunca lograron cruzar de regreso. Lo que más le duele de vivir lejos es que uno fue encarcelado en México y a veces, sólo a veces, quisiera volver. Pero recuerda el accidente de carro en el que murió su marido, recuerda que con su salario en el campo se pagan los gastos de manutención del hijo preso.

Las llamadas telefónicas son rápidas: es larga distancia, cuestan mucho y se van como relámpago. Esa pequeña caja de plástico, esos cables, son sus hijos. La representación de los hombres ausentes, transformados en señales de voz.

Han pasado 10 horas desde que Ramona llegó al campo. Cientos de cajas de cartón han sido apiladas cuidadosamente en un tráiler. No hay lugar para la imperfección, no se pueden dañar: son rábanos rojos de primera calidad, “cien por ciento orgánicos” que se distribuirán en mercados especializados.

La perfección de los rábanos contrasta con las manos que se hundieron en la tierra para piscarlos. Las manos de Ramona están secas, los dedos agrietados y las uñas ennegrecidas. Todos esos surcos agrietados por el sol volverán a piscar mañana. Una vez. Otra vez.

Este reportaje es un trabajo colaborativo entre EL UNIVERSAL y ONU Mujeres.

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