Washington

Si se cumplen todas las sospechas, Estados Unidos vivirá a partir de enero un cambio en las formas de hacer política. La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, inesperada y sorprendente, será por todo lo alto: no sólo tendrá todo el Poder Ejecutivo de la principal potencia mundial, sino que además tendrá de su lado el Congreso al completo controlado por los republicanos.

En cuanto nombre a un juez conservador para la vacante que hay en el Tribunal Supremo, las ramas del gobierno serán todas del mismo color, algo que no sucedía desde 2007 (a mediados del segundo mandato de George W. Bush), y sólo la segunda ocasión desde 1929.

“El control completo del gobierno por un partido hace más fácil que la agenda del presidente se convierta en ley”, señala a EL UNIVERSAL Aaron Kall, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Michigan. El miedo al autoritarismo de una figura como Trump, sin embargo, queda resguardado por la misma concepción de la Constitución estadounidense.

Los fundadores de Estados Unidos, temerosos de que pudieran convertirse en algún momento en una monarquía como de la que se independizaron, organizaron un sistema en la que ninguna rama de gobierno tuviera poder ilimitado, con supervisiones y aprobaciones entre cada una. El “yo solo puedo hacerlo” que Trump pronunció en la convención del Partido Republicano como carta de presentación queda aguada cuando se aplica la Constitución, si bien tener de su lado todas las ramas facilitará que sus propuestas se lleven a cabo.

Espada de doble filo. Si bien la conjunción del mismo color político del Ejecutivo y el Legislativo da mucha manga ancha al actual presidente electo, el control completo “puede ser una espada de doble filo”, apunta Kall. “Si los republicanos y Trump no cumplen con la población estadounidense, no tendrán a nadie a quién culpar”, añade.

El objetivo primordial de Trump, así como del Partido Republicano, es acabar con el legado de Barack Obama. Lo más fácil, aquello que podría hacer rápidamente, sería derogar de un plumazo todas las acciones ejecutivas del actual presidente. “Obama usó acciones ejecutivas en muchas provisiones sobre inmigración, y éstas probablemente serán reemplazadas por políticas mucho más restrictivas”, recuerda Kall. Eso incluye el programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA), que protege por el momento a más de 800 mil jóvenes indocumentados de la deportación (655 mil mexicanos), pero que podría ayudar a casi 2 millones (más de 1.2 millones de ellos de origen mexicano).

Trump, sin permiso de nadie, podría derogar esta medida, al igual que podría modificar las prioridades de deportación de las autoridades fronterizas, actualmente centradas en personas ligadas al terrorismo. El presidente puede hacer y deshacer a voluntad.

Sin embargo, por muchas acciones ejecutivas o decisiones unilaterales que quiera realizar Trump, muchas veces necesitará de la asignación de un presupuesto por parte del Congreso, y ahí pueden dilatarse, frenarse o incluso acabarse las promesas.

Un ejemplo es la primera gran propuesta del magnate en campaña electoral, el famoso muro en la frontera con México. No sólo deberá enfrentar múltiples problemas y riesgos técnicos, o negociar con el gobierno mexicano al tratarse de un terreno en disputa binacional: necesitará pedir al Capitolio una partida extraordinaria de entre 25 mil y 40 mil millones de dólares (al menos hasta que consiguiera que, según prometió, el gobierno mexicano pagara por él), lo que dispararía una deuda pública ya de por sí estratosférica y altamente criticada por el Partido Republicano en la presidencia Obama.

Es probable que muchos legisladores se resistan a explotar el techo de la deuda por cumplir una promesa electoral, ya que choca con sus ideales conservadores de reducirla. Lo más probable es que se llegue a un término medio: tal y como informaba Reuters esta semana, los congresistas republicanos están trabajando en una propuesta que incluya una doble reja en lugar de un muro de ladrillo “con grandes y preciosas puertas”, como prometió el entonces candidato Trump.

En el tema de las deportaciones, algo parecido sucedería con la promesa de triplicar los efectivos de la fuerza fronteriza con el objetivo de agilizar las deportaciones: también necesita aprobación de Congreso, por la necesidad de asignar presupuesto extraordinario para costearlo.

Son dos ejemplos del juego de equilibrios e intereses políticos que, a pesar del control total del poder, será necesario que Trump haga cuando decida algo desde el Despacho Oval. “Si los republicanos se exceden (…) podría haber tremendas ramificaciones políticas contra estas acciones”, advierte Kall, y una acción impopular puede tener consecuencias nefastas.

En política exterior, Trump no tiene que rendir cuentas a nadie. Su decisión de potenciar o disminuir las relaciones con otros países es potestad del presidente en exclusiva. Sólo debe pedir autorización al Congreso en caso de despliegue de tropas, incremento o reducción del presupuesto militar, o una hipotética declaración de guerra.

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