Washington.— En el premio Nobel de la Paz no todo es armonía. Desde su creación, las disputas políticas o ideológicas han despertado críticas y controversias por algunos de los galardonados —los contrarios a la guerra del Vietnam por el premio al ex secretario de Estado de Estados Unidos Henry Kissinger (1973) o la ira del gobierno chino por el reconocimiento al Dalai Lama (1989)—, pero desde hace un tiempo ha surgido una corriente que critica la deriva que está tomando el galardón, lejos del propósito inicial de su creación.

El testamento de Alfred Nobel rezaba que este premio se debería entregar “a la persona que haya trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes y la celebración y promoción de procesos de paz”.

Si bien el premiado de este año, el presidente colombiano Juan Manuel Santos, podría encajar en la definición —a pesar de la no consolidación del acuerdo de paz tras la derrota de su propuesta en el plebiscito del 2 de octubre—, los críticos están viendo como en los últimos años se desvirtúa el sentido original de la idea de Nobel para este galardón.

El escritor Akhilesh Pillalamarri es uno de ellos. En respuestas por correo electrónico a EL UNIVERSAL, el columnista y analista de la revista The Diplomat cree que, hasta el final de la Guerra Fría, el premio cumplió casi siempre su cometido por la paz.

Sin embargo, en los últimos tiempos ha virado hacia nuevas realidades. “Se empezó a premiar todo tipo de trabajo relacionado con la justicia social”, se queja. Si bien no desprecia “la nobleza” de estas acciones, Pillalamarri propone un premio “separado” para estos tipos de activismo, para que así el Nobel de la Paz vuelva a su esencia.

El escritor pone en duda galardones como el recibido por la guatemalteca Rigoberta Menchú (1992), la recientemente santificada Madre Teresa (1979), el ex vicepresidente estadounidense Al Gore (2007) o la adolescente paquistaní Malala Yousafzai (2014), cuyas causas ponen en debate si hay que hacer una “definición más amplia” del significado de la paz o si, directamente, el premio ha quedado obsoleto en su ideario inicial.

En la opinión del escritor, tal y como está pensado al día de hoy, “el premio no debe necesariamente estar destinado a promover temas sociales como la educación, el medio ambiente, o cosas parecidas”. “Son objetivos nobles, pero no encajan con la voluntad del premio”, argumenta Pillalamarri, quien considera que “el premio falla (…) si se entrega por logros que no están relacionados con la paz o por logros potenciales”.

Ahí entra, por ejemplo, la crítica feroz que recibieron los académicos al premiar a un sorprendido Barack Obama en 2009 por sus “extraordinarios esfuerzos por fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación” cuando todavía no había cumplido un año en la Casa Blanca. Geir Lundestand, director del Instituto del Nobel noruego, dijo hace un tiempo que “se arrepentía” de la decisión. Igual de controversial fue el galardón concedido a la Unión Europea, en 2012 por su contribución al avance de la paz y reconciliación, la democracia y los derechos humanos en la región.

“El premio Nobel siempre ha tenido algo de político. Por ejemplo, Gandhi nunca lo recibió”, recuerda Pillalamarri. Según explica, el propósito del galardón de la Paz ya no es tanto reconocer esfuerzos y logros sino “alentar ciertas ideas, gente u organizaciones”, ya sea para favorecerlos o “avergonzar” a los contrarios. “Puede que sea efectivo dar atención mediática a temas importantes por un tiempo, pero ciertamente contribuye a incrementar la reacción negativa contra el premio y, a veces, desacredita a sus ganadores ya que son vistos en sus países de origen como respaldados por Occidente y países extranjeros”, concluye.

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