No lo hago por ustedes, ni por este periódico; esto no es un servicio, mucho menos una recomendación. (Según yo, estamos claros en una cosa: nada de lo que aparece en #MisceláneaSanJuan es una recomendación. En todo caso, es una solicitud: la solicitud de que no vayan a estos restaurantes o a estos puestos, que no me los toquen, que me los dejen exactamente como están; que nos dejen a ellos y a mí vivir nuestra breve vida y después morir nuestra larga muerte tal como queremos: sin su presencia.) No lo hago por ustedes sino por mí: porque no puedo sacarme de la mente la comida de Al Andalus, terca sílaba de sangre repetida sin fin sobre mis sienes. Y tengo que hablar de ella una vez más o no voy a poder volver a dormir nunca.

No he probado todo lo que hay en la carta de Al Andalus (deben ser como cien platos) pero todo lo que he probado me ha hecho querer no detenerme. Uno podría quedarse a estudiar una maestría en sus entradas. El jocoque seco tiene una acidez chispeante que se desembaraza gracias a un aceite de oliva no fancy: cumplidor. La garbanza molida y el baba ghanoush (berenjena rostizada y también molida) son comidas profundas: en la primera hay una suerte de anogamiento (¿avellanamiento?), a nuttiness, irremplazable; en el segundo la profundidad proviene de las notas de quemado, de humo, de torrefacción. (Porcierto #1: estoy luchando trabajosamente por encontrar las palabras que describan lo que he percibido: ustedes disculparán lo tentativo del idioma. Porcierto #2: ¿Será que el adictivo spread de berenjena que dan o daban como cortesía en Máximo Bistrot está inspirado por el baba ghanoush de Al Andalus? Parecen hijos de la misma madre.) El kepe crudo es pura textura, como una lengua que se deshiciera al presionarla, disparada por el frescor compulsivo de la menta y el chile serrano. El arroz con lentejas estalla gracias a la presencia dulce de tiritas de cebolla a punto de quemada. Las falafel son textura –crujiente primero, acolchada después– pero también sabores ferozmente contrastados: el ser ajonjolí de su tahini vs la pura acidez del betabel encurtido vs el ser garbanzo del interior de la croqueta. (Iba a decir: “Mientras las describo se me está haciendo agua la boca”, pero sería mentira; no se me está haciendo agua sino otra cosa: se me está haciendo un impulso de morder, un movimiento que escapa a mi control.) El tabule, en cambio, es puro frescor: perejil, menta, limón.

Pero no es necesario quedarse en las entradas. La tripa de res rellena está valientemente especiada y su textura es un reto: la muerdes y se resiste, parece no querer ceder hasta que de pronto hace clac. También hay esa suerte de resistencia en el chorizo y una colección de especias todavía más aventurada –¿semilla de hinojo?, ¿alcaravea?, ¿comino?–. Y luego, encima de todos, está el shawarma/taco de carnero. Primero porque no hay otro pan como el pan de Al Andalus, airoso, casi volátil y con un principio de quemadura; segundo, por la combinación de una carne subida de tono, de gameyness, con el juego de ajonjolí del tahini. Yo le pongo limón y salsa verde cruda: milenario prototaco al pastor.

Pero, de nuevo, no vayan a Al Andalus. Está lleno siempre y yo, que estoy solo, quiero ocupar una de sus mesas. La última vez fui el maldito día de las madres y casi me olvidaron en una terraza porque todo estaba reservado. No necesitan más clientes –aunque inevitablemente los tendrán–. Al Andalus es perfecto justo así como es, bajo el tremendo sol del centro de la ciudad, bajo su cielo empuercado con todo lo que le vomitamos encima. Ustedes no muevan un dedo: quédense donde están, no contaminen, coman lo que hay en su casa.

Y ya. La próxima semana: un lugar que no conozcan.

Al Andalus. Mesones 171, Centro; T 5522 2528. Precios. La última vez que estuve ahí pedí medio jocoque seco, medio baba ghanoush, medio arroz con lentejas, una shawarma de carnero, un agua mineral y una botella de vino. Pagué $520 ya con el 15% de propina. Gangototota.

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