Las citas que siguen fueron tomadas de Los Orígenes del Totalitarismo, en la traducción de Guillermo Solana (Alianza Editorial, 2006). Me parecen pertinentes, a la luz del debate sobre la importancia de demostrar o imponer la verdad:

“Los movimientos totalitarios son organizaciones de masas de individuos atomizados y aislados. En comparación con todos los demás partidos y movimientos, su más conspicua característica externa es su exigencia de una lealtad total, irrestringida, incondicional e inalterable del miembro individual. Esta exigencia es formulada por los dirigentes de los movimientos totalitarios incluso antes de la llegada al poder” (p. 453).

“La lealtad total es posible sólo cuando la fidelidad se halla desprovista de todo contenido concreto, del que pueden surgir de forma natural los cambios de opinión. Los movimientos totalitarios, cada uno en su propio estilo, han hecho todo lo que han podido para desembarazarse de los programas partidistas que especifican un contenido concreto y que heredaron de anteriores fases no totalitarias de su desarrollo” (pp. 453-454).

“La evasión de la realidad por parte de las masas es un veredicto contra el mundo en que se ven forzadas a vivir y en el que no pueden existir. (…) La propaganda totalitaria puede atentar vergonzosamente contra el sentido común sólo donde el sentido común ha perdido su validez. Ante la alternativa de enfrentarse con el crecimiento anárquico y la arbitrariedad total de la decadencia o inclinarse ante la más rígida consistencia fantásticamente ficticia de una ideología, las masas elegirán probablemente lo último y estarán dispuestas a pagar el precio con sacrificios individuales; y ello no porque sean estúpidas o malvadas, sino porque en el desastre general esta evasión les otorga un mínimo de respeto propio” (p. 488).

“Antes de conquistar el poder y de establecer un mundo conforme a sus doctrinas, los movimientos conjuran un ficticio mundo de consistencia que es más adecuado que la misma realidad a las necesidades de la mente humana; un mundo en el que, a través de la pura imaginación, las masas desarraigadas pueden sentirse como si estuvieran en su casa y hallarse protegidas contra los interminables shocks que la vida real y las experiencias reales imponen a los seres humanos y a sus esperanzas” (p. 489).

“(En la ideología totalitaria) el conocimiento nada tiene que ver con la verdad, y el tener razón nada tiene que ver con la objetiva veracidad de las declaraciones del jefe, que no pueden ser desmentidas por los hechos, sino solo por sus futuros éxitos o fracasos” (pp. 523-524).

“El totalitarismo difiere esencialmente de otras formas de opresión política que nos son conocidas, como el despotismo, la tiranía y la dictadura. Allí donde se alzó con el poder, desarrolló instituciones políticas enteramente nuevas y destruyó todas las tradiciones sociales, legales y políticas del país” (617). “Su desafío a las leyes positivas afirma ser una forma más elevada de legitimidad, dado que, inspirada en las mismas fuentes, puede dejar a un lado esa insignificante legalidad. La ilegalidad totalitaria pretende haber hallado un camino para establecer la justicia en la tierra —algo que, reconocidamente, jamás podría alcanzar la legalidad del derecho positivo” (p. 619).

“Una vez que los movimientos han llegado al poder, proceden a modificar la realidad conforme a sus afirmaciones ideológicas. El concepto de enemistad es reemplazado por el de conspiración, y ello produce una mentalidad en la que la realidad (…) ya no es experimentada y comprendida en sus propios términos, sino que se asume automáticamente que significa algo más” (pp. 630-631).

Algo sabía Hannah Arendt. Nos guste o no, nunca sobra escucharla. Y más vale hacerlo ahora, añado, para no equivocarnos.

Investigador del CIDE

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