El programa de gobierno que ha venido impulsando AMLO cuenta, hasta ahora, con cuatro columnas para sostenerse: los militantes de Morena cuya identidad se define por su lealtad al líder; la mayoría legislativa en ambas cámaras; la disciplina y la obediencia del Ejército y de la Marina; y su muy sólida y creciente popularidad. Le alcanza y le sobra para cimentar las graves decisiones que ha venido tomando desde el 1 de diciembre y para enfrentar las inercias principales que atosigan al país: la corrupción, la desigualdad y la inseguridad. Hasta donde vamos, santo y bueno.

Apenas han transcurrido 52 días y el recuento es tan nutrido que parece que han pasado siete meses y no siete semanas: la cancelación del aeropuerto de Texcoco, la anulación de la reforma educativa, la batalla emprendida en contra de los huachicoleros y sus complicadas consecuencias, la reorientación del presupuesto para financiar los proyectos imaginados por el presidente junto con las medidas de austeridad republicana, la aprobación de la Guardia Nacional y el nombramiento del primer Fiscal General de la República parecen compendiar lo principal, entre una larga lista que promete hacerse cada día más amplia: literalmente, cada día.

No comparto la crítica de quienes han visto en este arranque eufórico una secuencia de ocurrencias sueltas, sin sentido ni coherencia. No es cierto. Creo, por el contrario, que corresponden con absoluta nitidez a la oferta que vino entretejiendo el joven militante Andrés Manuel desde que eligió la oposición al régimen. Con la excepción del debilitamiento de la capacidad fiscal del Estado mexicano –que no consigo explicarme de ninguna forma—esas decisiones describen la visión muy añejada de un Estado popular que quiere repartir dinero público a los más pobres, que desea arrancarles el poder político a los ricos, que intenta darle contenido a la soberanía entendida como autosuficiencia y autodeterminación, que imagina una administración pública pequeña y obediente, que busca retomar el mando político de la nación desde una presidencia fuerte y respetada y que en el conjunto, en efecto, aspira a convertirse en un nuevo hito de la historia mexicana. Nada de eso es nuevo: Andrés Manuel lo viene diciendo desde joven.

La debilidad principal de ese proyecto es que su éxito depende, casi totalmente, del propio liderazgo de AMLO: es el proyecto acuñado por el presidente desde la biografía del presidente. O si se prefiere, del presidente y su respaldo popular. Si se mira con cuidado, tres de los pilares que han sostenido sus primeros pasos en la jefatura del Estado son intransferibles. Con la excepción de la obediencia de los militares, el resto constituye el capital político estrictamente personal de López Obrador. Ni Morena, ni los votos ganados en las elecciones anteriores, ni la confianza que produce entre la mayoría de las personas pueden entregarse a nadie por decreto. No son instituciones perdurables para la república sino cosecha de su propia siembra. Un proyecto personal, cuya consolidación descansa en la vigencia política de su creador.

Comprendo que, dados los desafíos que se ha impuesto el presidente, no tendrá tiempo suficiente para detenerse a pensar en el futuro que inexorablemente lo rebasará algún día. Pero nosotros sí y es conveniente hacerlo desde luego. Que nos propongamos imaginar lo que sobrevendrá con estos cambios cuando ya no sea Andrés Manuel quien nos gobierne, cuando ya no sea posible justificar la pertinencia de las decisiones en nombre de sus virtudes personales y cuando tengamos que enfrentar, como sucederá de todos modos, la sucesión de un presidente que habrá modificado casi todo según su imagen, para poner el país en otras manos. Cuando llegue ese momento, lo deseable es que la convivencia armónica, pacífica e igualitaria no dependa de él, sino de nosotros mismos.



Investigador del CIDE

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