Tiene razón Eliot A. Cohen en que Trump es un tipo con suerte. No estoy bromeando. El presidente de los Estados Unidos ha demostrado ser un personaje ordinario, poco considerado, xenófobo, profundamente obtuso y patológicamente vanidoso, pero ha tenido suerte. La economía no ha tenido tropiezos ni tampoco ha sufrido ninguna crisis internacional seria (del tipo atentados en Nueva York) que ponga a prueba la oquedad de su cabeza. En las crisis, es sabido, se miden los alcances de los líderes y se constata también su miseria. Por eso cuando los malos gobiernos cometen un error empiezan a desfondarse por su propia incoherencia o carácter faccioso.

Se ha hablado copiosamente de las instituciones que pueden contener la perversidad de un mal gobierno. Mucha gente, en los Estados Unidos, considera que esas instituciones no son tan fuertes como para resistirse al ánimo de un presidente ególatra y profundamente destructor del consenso bipartidista en política exterior o comercial que ha privado en las últimas décadas. Con Tillerson y Cohn fuera, el círculo de contención de Trump eran tres generales: Kelly, Mattis y McMaster. El viernes defenestraron a McMaster y el círculo se debilita. Importante recordar (para la teoría política) que en países con gobiernos débiles o facciosos las fuerzas armadas pueden ser una garantía de funcionamiento del sistema democrático y contener las veleidades del ejecutivo y no ser siempre ubicadas en la tradición golpista y conspiradora que aún se maneja en los manuales de sociología política latinoamericanos, como única vía para analizar las relaciones cívico-militares. El tema no es menor, y para imaginar su alcance bastaría suponer que en México un presidente enardecido decidiera invadir varios países centroamericanos para reconstruir el virreinato novohispano. Dentro de nuestro servicio exterior tendrían problemas para justificarlo, pero imagino que las fuerzas armadas se acogerían al principio de doctrina de defensa nacional, el cual preservaría al país de semejante y disparatada aventura. Las instituciones se preservan y resguardan, a su vez, el ordenamiento constitucional.

Volvamos al hombre con suerte. Todo hombre en su declive fálico compensa su declinar con una dosis de vanidad (y de sevicia) que complica el mantener un diálogo constructivo (del tipo “no importa lo que me digan o lo que ocurra, yo siempre tengo razón”) y cada vez resulta más irritante tener gente seria y con criterio propio en su entorno más cercano, porque igual que un joven enamorado no puede frenar su pasión por una belleza fatal, como le ocurría al Chevalier de Grieux con Manon Lescaut o a un desmesurado agente de bolsa que, entrado en la cuarentena, no puede detener su impulso especulativo, la senectud viene acompañada (en algunos sujetos) con una embriagadora y tiránica vanidad. Todos hemos tenido en nuestro entorno alguien así y por eso nos aterra la idea que avanza Harari de empujar la esperanza de vida hasta los 140 años. ¿Quién podría aguantar a Trump 70 años más repitiendo las mismas necedades que aprendió 30 años antes sin terminar en un manicomio?

El hombre ha tenido suerte en este año y eso ha reforzado su temeridad y audacia, pero la suerte cambia y el balance que dejará Trump será el de un país desmoralizado y roto, y vaya usted a saber cómo nos irá nosotros con el coletazo.

Analista político
@LeonardoCurzio

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