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Merecido reconocimiento a Fadanelli.
Saludos y salud.
Que existan diferentes lecturas del pasado es natural. Que la jerarquización de los acontecimientos, las divisiones por periodos, la relevancia de las etapas, sean disparejas e incluso enfrentadas, resulta más frecuente de lo que le gustaría a quienes buscan acuñar versiones únicas y definitivas. Pero que de la historia se borre una etapa que en aspectos fundamentales resultó venturosa, preocupa.
La idea de un pasado forjado por tres grandes gestas —la Independencia, la Reforma y la Revolución— está más que extendida y fue alimentada y consolidada por la escuela. Y por supuesto no es una versión artificial. Sin ellas México sería otro. Su simplificación, sin embargo, que cristalizó en aquellas estampitas que comprábamos para hacer la tarea, resultaba elemental, esquemática, maniquea. Era una historia de buenos y malos, típica de afanes pedagógicos. Es esa versión canonizada y simple —no la historia compleja, contradictoria y hasta ambigua— la que parece alimentar el discurso y la visión del nuevo gobierno. De ahí la autoproclamada Cuarta Transformación presuntamente equiparable a las tres anteriores. Una especie de megalomanía por anticipado: antes de ser y hacer, la coronación publicitaria.
No obstante, temo más a la supresión de etapas importantes y productivas que no son valoradas por el discurso anterior. Una en espacial —reciente y que incluso permitió que la actual coalición gobernante lo sea— es no solo ninguneada sino suprimida. Me refiero a la transición democrática que vivió el país entre 1977 y 1997 y a los primeros años de una democracia naciente que forjaron novedades que deberíamos valorar y proteger.
El tránsito del monopartidismo fáctico al pluralismo; de elecciones sin competencia y organizadas de manera facciosa a comicios disputados, construidos de manera imparcial y en condiciones equitativas; de un mundo de la representación habitado por una sola fuerza política a otro colonizado por una diversidad de expresiones; de una presidencia (casi) omnipotente a otra acotada por distintos poderes constitucionales; de un Congreso subordinado al Ejecutivo a otro vivo y marcado por una dinámica pluralista; de una Corte inerte en cuestiones políticas hasta volverse un auténtico tribunal constitucional. Más la ampliación y ejercicio de las libertades, más la emergencia de una sociedad civil con agendas y reivindicaciones propias, más la creación de instituciones autónomas con tareas específicas y un impacto positivo en la dinámica del poder, más la naturalización del pluralismo como una realidad asentada y rotunda, configuran una germinal democracia que permitía y permite la coexistencia-competencia de la diversidad política. No obstante, todo ello es sustraído del relato oficial. Da la impresión que no solo no se aprecia ese cambio, sino que se le desprecia y que se añora el despliegue de un poder presidencial sin contrapesos.
Cierto, las novedades democratizadoras fueron opacadas porque simultáneamente la corrupción y la impunidad colorearon el espacio público, porque una ola de violencia creciente devastó familias, pueblos, zonas enteras del país, porque la economía no fue capaz de ofrecer un horizonte laboral y/o educativo a millones de jóvenes, porque las ancestrales desigualdades no fueron siquiera atemperadas. De tal suerte que el proceso democratizador significó poco o nada para muchos y generó incluso una nostalgia por un poder unificado y sin contrapesos.
México requiere atender la “cuestión social” porque sin ello seguiremos siendo un archipiélago de clases, grupos y pandillas con escasa “cohesión social”, un universo de desencuentros mayúsculos. Pero México es también un país complejo, contradictorio, moderno, que porta visiones, intereses, ideologías y sensibilidades disímiles y que reclama un formato democrático para procesar sus diferencias. En esa segunda dimensión mucho se avanzó en el pasado reciente. Y ojalá la nueva mecánica de la política no acabe por tirar al niño junto con el agua sucia.
Profesor de la UNAM
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