El gobierno ya no es lo que era y gobernar tampoco. No es una peculiaridad mexicana, parece (casi) universal o por lo menos recurrente ahí donde existen regímenes democráticos.

En nuestro caso el proceso democratizador fue equilibrando los poderes constitucionales, aunque el Ejecutivo nunca ha dejado de tener preeminencia; se crearon instituciones estatales autónomas cuyas encomiendas debían sustraerse del litigio partidista; se expandieron los márgenes de libertad de los medios de comunicación; surgieron y se asentaron un buen número de agrupaciones no gubernamentales con reivindicaciones propias; los organismos empresariales decantaron sus propuestas y pretendieron convertirlas en hegemónicas; las redes sociales están modificando el contexto del debate y acotando el circuito de las instituciones públicas (y privadas); los acuerdos internacionales modulan posibilidades y erosionan cualquier idea híper soberanista y los organismos multilaterales, sus consejas y calificaciones, no pueden ignorarse.

Esas realidades entre nosotros derivan del tránsito democratizador y son en términos históricos auténticas novedades, y otras son impuestas por el contexto internacional. Pero lo cierto es que hacen más laberíntica, compleja y difícil la función de gobierno. Pero también menos discrecional y menos caprichosa. Se supone que ese fraccionamiento del poder reclama sumar voluntades y esfuerzos y limita las posibilidades de imponer; hace más tortuoso el circuito de la política y en particular la toma de decisiones, pero tiende a evitar la improvisación y las ocurrencias; puede resultar más lento, pero reclama deliberación e inyecta certezas.

Esas novedades, esas inéditas relaciones entre Estado y sociedad y en el propio laberinto de las instituciones estatales, hay que celebrarlas. Son el resultado de los esfuerzos de diversas generaciones, agrupaciones, partidos, movimientos, gobiernos, congresos y súmele usted, que deseaban transitar del autoritarismo a la democracia. No obstante, la percepción de ese sistema de contrapesos quizá no goza de buena fama porque se reproduce en un contexto de marcada insatisfacción con el mundo de la política: la corrosiva corrupción, la inseguridad creciente, la falta de horizonte para millones de jóvenes, el deficiente crecimiento económico, la injusta justicia y otra vez, súmele usted, hacen que esas construcciones venturosas no sean aquilatadas. Es más, son despreciadas por no pocos.

Ojalá me equivoque, pero parece flotar en el ambiente una insensata añoranza por un mando único y unificado. Una nostalgia por la política “ordenada” y vertical, con escasa deliberación pública y mucha disciplina, sin problemas de gobernabilidad (en el sentido estrecho), es decir, sin obstáculos para que se despliegue la voluntad del Presidente. Se trata de una pulsión que no solo aparece desde el poder sino también desde la sociedad. Una noción que quisiera simplificar la política, deteriorar el poder de las entidades autónomas o no alineadas, con agendas, intereses y reclamos propios y que tiene puentes de comunicación eficientes con un pasado que nunca desapareció del todo.

¿Qué sucederá? Nadie puede saberlo o por lo menos, nadie puede saberlo con certeza. Porque ello dependerá de que lo construido en los últimos 30 años sea resistente. Y por lo pronto lo que cualquiera puede apreciar es que, así como algunas personas, organizaciones e instituciones parecen prontas a formarse en los hábitos de la sumisión, otras más desean preservar sus agendas, libertad y capacidad de disenso. Y su fuerza e implantación no es artificial. Se nutre de esa sociedad diversificada a la que llamamos México.

El (mi) temor es que lo que tanto costó al país construir, una germinal democracia, con su sistema imperfecto de balanzas, por falta de comprensión y valoración y acicateado por un malestar abrumador con los sujetos e instituciones que hacen posible la coexistencia del pluralismo, lleve a “tirar al niño junto con el agua sucia”.

Profesor de la UNAM

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