Un signo preocupante de la actualidad es el nivel de encono social al que se ha llegado en distintas partes del planeta. Ya sea por diferencias raciales, políticas o ideológicas, la ruptura social se ha profundizado a niveles que no habíamos visto hace tiempo.

En la década de 1990 eran impensables algunos de los escenarios que hemos visto en Estados Unidos, España o Venezuela. En aquellos años parecía que los sistemas democráticos basados en la pluralidad y la tolerancia se habían convertido en la nueva normalidad.

En la época de Clinton se pensaba que habíamos llegado al fin de las ideologías y que la globalización había dejado atrás los nacionalismos. Sin embargo, hoy el populismo es el centro de los debates electorales en muchas latitudes y los nacionalismos se han vuelto bandera de legitimidad para muchos gobiernos en el mundo. El optimismo con el que veíamos el futuro hace pocos años se ha transformado de manera radical.

Ello ha venido al lado de la emergencia de un encono social cada vez más profundo y extendido que ha puesto a prueba a distintas democracias en el planeta. Lo preocupante es que no hay claridad sobre la duración de una situación tan peligrosa ni propuestas serias de salida.

Si hacemos un análisis más de fondo, con visión histórica, se puede concluir que los sistemas políticos modernos emergidos en el siglo XVIII carecen de herramientas para enfrentar una problemática como la actual. Del grito de la Revolución Francesa, “libertad, igualdad, fraternidad”, toda la construcción política se ha basado en las dos primeras; esto es, en libertad e igualdad de manera disyuntiva.

Así, los sistemas libertarios o de derecha se han basado en la promoción y cuidado de las libertades individuales, y los sistemas igualitarios en la protección y redistribución. Siempre de manera excluyente. Así, cuando se opta por la libertad, se deja de lado la igualdad y viceversa. Si bien es cierto que se ha buscado en distintas ocasiones una tercera vía que logre superar la disyuntiva, la verdad es que se ha tratado de ejercicios que no han logrado imponerse como la normalidad de la vida política.

De esta forma, la batalla política de la modernidad se ha desarrollado entre derecha e izquierda, entre libertad e igualdad, olvidando el tercer principio de la Revolución Francesa: la fraternidad. Hoy cada vez queda más claro que el modo de generar un puente entre libertad e igualdad, de superar la disyuntiva, es introduciendo en el sistema político el principio de la fraternidad, en el que al que piensa distinto no solo se le tolere, lo que supone una actitud pasiva en el entramado social a preocuparse realmente por él.

La fraternidad supone comprender el verdadero valor de la persona y su ejercicio, el pasar de la convivencia por necesidad a la identificación de un nosotros. Si la fraternidad es la salida definitiva para encontrar cauces de solución política, la condición sine qua non para alcanzarla es el ejercicio del perdón.

El perdón ha sido tratado por la filosofía hace siglos. Es el ejercicio de humanidad más sublime. Tiene un enorme poder liberador y es la única salida real de superación al encono social.

El perdón tiene efecto reparador en el que lo recibe y de liberación y magnanimidad en quien lo otorga. Se trata de la superación de la circunstancia particular a través de la visión general atemporal. Es el modo de construir una cultura social en la que todos alcancen su desarrollo.

Reencontrar el camino de la solidaridad, a través del perdón, es la salida, la única salida real a la crisis del sistema político.

Rector de la Universidad Panamericana

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