No estaré a la hora de los cien años, por eso aprovecho el noventa aniversario que cae en junio de 2019. ¿Aniversario de qué? ¡De los arreglos! ¿Cuáles arreglos? Es cierto, para las nuevas generaciones, esa palabra, “los arreglos”, no significa nada. Cuando llegué a México, en 1965, para ciertos católicos de la generación que había vivido el conflicto religioso y la Cristiada, conflicto entre el Estado y la Iglesia, guerra civil, terrible y fratricida, como todas las guerras civiles, la palabra era ominosa, terrible, maldita. Escrita, venía entrecomillada; hablada, venía acompañada de “los dizque arreglos”, “los arreglos mentados”, “los mal llamados arreglos, que más bien fueron desarreglos”.

Pero se me está olvidando a los jóvenes, perdón, perdón. Entre 1914 y 1919 primero, a partir de 1926 después, y hasta 1938, fueron malas y hasta pésimas las relaciones entre el Estado y la Iglesia. En 1926, el presidente Calles aplicó a la Iglesia católica (teóricamente a todas las confesiones, pero entonces la católica era casi la única) la ley que llevó su nombre y que podía significar la intromisión del Estado en la vida interna de la Iglesia. Roma prohibió a los obispos acatar la ley y un grupo radical convenció al Papa que había que suspender el culto público para obligar al gobierno a retroceder.

Calles no era de los que se dejan intimidar, no iba a retroceder. Dobló las apuestas: ¿Hacen huelga y se salen de los templos? Los templos son propiedad de la nación, los cerraremos para hacer el inventario. ¿Creen que van a celebrar sus misas y administrar sus sacramentos en casas particulares? El culto y el ejercicio de su profesión deben ser públicos, en los templos, o no ser. Una profesión “tan inmoral como la de las prostitutas y de los dentistas”, dijo su secretario de Gobernación. Perdón por los dentistas, pero dicen “no le va a doler” y duele. Mentirosos. ¿Y las prostitutas? Venden sus encantos y sortilegios, como los brujos ensotanados.

Unos meses de lucha cívica, pacífica, jurídica por parte de los católicos de las ciudades. Sin éxito. México era entonces un país rural, con la gran mayoría de la población que vivía en el campo. Ese México profundo estaba mucho más privado de su vida religiosa que la gente de las ciudades, porque el gobierno obligó a los sacerdotes a abandonar los pueblos para vigilarlos en las ciudades. En las ciudades, había misas clandestinas, bautizos, casamientos, los últimos sacramentos, muchas veces con la complicidad de las autoridades. Nada de eso en el campo. Y cuando caen los primeros muertos, la gente se enoja: “Después de una vida de perro, ¿morir como perro? ¿sin los sacramentos? Mejor morir peleando contra el mal gobierno”. Así empezó la Cristiada (1926-1929), la gran guerra de los cristeros, una tragedia que culminó en un empate, con un gobierno que no podía derrotar una invencible guerrilla popular, y una guerrilla campesina que no podía derrotar al ejército del gobierno, ni apoderarse de las ciudades.

Por eso, y con la ayuda internacional de diplomáticos y religiosos americanos, franceses, chilenos, italianos, México y Roma se resignaron a firmar, en junio de 1929, unos “arreglos” nada satisfactorios para los radicales de los dos bandos, anticlericales furibundos cuyo sueño era acabar con la Iglesia, jóvenes militantes católicos que soñaban con tomar el poder. Los arreglos, impuestos por el Papa, pusieron las bases de un “modus vivendi” que funcionó hasta la reforma constitucional de 1991. La idea era: “no derogamos a la ley, pero no la aplicaremos”. La realidad fue diferente: no la aplicaron durante un año; la aplicaron con máxima dureza de 1931 a 1936 y le tocó al presidente Lázaro Cárdenas cumplir, progresivamente, con los arreglos y establecer definitivamente la paz religiosa en 1938. Por eso, y no solamente por el reparto agrario y la nacionalización del petróleo, pasó a la historia como un gran presidente. Oigo todavía la voz de don Bernardo, cristero de Michoacán: “No hizo correr la sangre, fue misericordioso, nos dio la paz”. Mayor elogio, no hay.

Historiador

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