En mayo de 2016 Dilma Rousseff fue destituida por el Congreso brasileño como producto de un juicio político por simples maniobras contables. Un año después su sucesor, Michel Temer, enfrentó acusaciones mucho más serias por corrupción. A pesar de que todas las evidencias estaban puestas sobre la mesa —maletas llenas de cientos de miles de dólares y una grabación que inculpaba al presidente sustituto—, el mismo Congreso que un año atrás destituyó a una presidenta electa con más de 40 millones de votos, dijo no encontrar razones suficientes para siquiera abrir una investigación contra Temer.

La salida de Rousseff tuvo poco que ver con las razones entonces esgrimidas por sus detractores. Tampoco con los escándalos de corrupción que han sido el pan de cada día durante los dos últimos años en Brasil. Hoy es cada vez más claro que fue la alianza entre una élite política oportunista y un sector empresarial interesado en alterar radicalmente el modelo económico la que llevó a colocar a Temer en la presidencia y así imponer una agenda que no ganó en las urnas.

En octubre de 2015, el PMDB (el partido del presidente Temer y entonces principal aliado del gobierno de Rousseff), comenzó a articular esa agenda para hacer frente a la recesión que se apoderó de la economía brasileña a partir de 2014. Al presentar Un puente para el futuro de Brasil, Temer y los suyos buscaron imponer una agenda conservadora radicalmente distinta a la que el PT había seguido hasta entonces.

Se trataba de establecer un límite al gasto público sin permitir que éste se elevara por encima del PIB; colocar en el centro de la política económica la reducción de la inflación, ejecutar una política de desarrollo centrada en la iniciativa privada y emprender una reforma laboral, todo para supuestamente relanzar el crecimiento. Esta agenda —que gozaba del apoyo de una parte importante del empresariado y el sector financiero— fue tajantemente rechazada por el gobierno de Rousseff. Hoy sabemos —incluso por declaraciones posteriores del propio presidente Temer— que ese rechazo fue responsable de su destitución.

Durante su primer año en el gobierno Temer ha seguido ese programa, nacido entre un grupo de tecnócratas sin el respaldo de las urnas, apresurándose a promover una agenda de reformas que difícilmente podría impulsar un gobierno democráticamente electo. Pasó, entre otras, una reforma constitucional que impedirá elevar el gasto público en términos reales durante 20 años (frenando así cualquier aumento en salud y educación); el más ambicioso programa de privatizaciones desde los años 90; una reforma energética que permitirá al sector privado colocarse en situación de ventaja en la explotación de los yacimientos del Presal y una regresiva reforma laboral.

Además de establecer mecanismos de “flexibilización” en el trabajo, dicha reforma establece el principio de que patrones y trabajadores pueden pactar condiciones de trabajo independientemente de lo que establezca la ley (lo que sabemos que siempre acaba por beneficiar a los primeros), como un salario de hasta 12 horas en lugar de 8. En el ámbito del Presal se ha modificado la regla del “operador único”, que colocaba en ventaja al Estado en la explotación de los grandes yacimientos encontrados en Brasil en los últimos años para beneficiar a las grandes corporaciones internacionales.

La economía brasileña todavía no crece y, salvo el logro de haber reducido la inflación en cerca de cuatro puntos, el gobierno de Temer ha colocado a tres millones en el desempleo. En muy poco tiempo la legitimidad democrática dejó de importar en Brasil, al grado que hoy esa nación es considerada por algunos analistas como “una democracia sin pueblo”, donde la ciudadanía es lo que menos importa para quienes están en el poder. Temer tiene apenas un 5% de aprobación, pero a él y a su partido poco parece importarles.

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