Las palabras no sólo sirven para definir las cosas, sino también para crear realidades. En manos de quienes están en posiciones de poder, pueden ser dinamita. Por eso el discurso que adoptan políticos o líderes sociales es importante: mientras unos discursos alientan esperanza, hay otros que dividen o envenenan; hay discursos que matan.

Los grupos supremacistas blancos han existido en EU por décadas, pero nunca en la historia reciente un presidente simpatizó abiertamente con ellos igualando sus acciones a la de los grupos que luchan contra el racismo. Charlottesville ha puesto en evidencia que las consignas racistas por parte de grupos envalentonados a partir de la presidencia de Donald Trump, han evolucionado hasta convertirse en actos de violencia.

Sobran evidencias: Tan sólo en los diez días posteriores a la elección de Trump se contaron 867 incidentes de intimidación y acoso discriminatorio. Sólo entre abril y junio de este año se contabilizaron 70 crímenes de odio dirigidos hacia personas musulmanas, un aumento de 91% en comparación con el año pasado. De acuerdo con la Anti-Defamation League, entre 2007 y 2016 se produjeron al menos 372 muertes a manos de extremistas domésticos. Llama poderosamente la atención que tres de cada cuatro muertes fueron perpetradas por extremistas de derecha y sólo uno de cada cuatro por extremistas islámicos.

El paso de la retórica incendiaria y la violencia verbal a la violencia física no es automático, pero indudablemente existe. El genocidio en Ruanda o la Alemania de Hitler son los mejores ejemplos. Un trabajo académico muestra cómo en distintas localidades de EU siempre que por cada 10 mil habitantes se crea un nuevo grupo de odio (sin propósitos necesariamente violentos), la probabilidad de atentados de ultra-derecha aumenta un 23%.

¿Qué hacer frente a los discursos de odio? La sociedad estadounidense se está hoy haciendo esa pregunta, impactada por los sucesos de Charlottesville. La tentación de algunos es legislar en esta materia para prohibir aquellos discursos. Otros se manifiestan en contra de cualquier acción orientada a limitar la libertad de expresión. La discusión sobre qué hacer frente a ello también es relevante para México, donde existen grupos que propagan una fuerte retórica contra las diferencias.

Es necesario distinguir entre las formas más perjudiciales del discurso de odio —amenazas, acoso e incitaciones a la violencia, que salen del ámbito de la legalidad y son sancionables— y otras formas de discurso de odio, como aquellas que tienen que ver con el desprecio y el denuesto a ciertos grupos sociales por el color de su piel, nacionalidad, orientación sexual, etcétera.

La respuesta frente a estos últimos no puede estar en la acción punitiva del Estado, que fácilmente puede ser vista como un acto de censura a la libre manifestación de las ideas, con el riesgo de que los discriminadores busquen presentarse como mártires. El combate a los discursos de odio no puede encomendarse sólo a las leyes o a los jueces, so pena de llegar a situaciones extremas como las que se han producido en Alemania, donde un turista chino fue condenado a prisión por retratarse haciendo el saludo nazi. O donde Facebook deberá contratar un ejército de especialistas para cumplir con una nueva legislación que obliga a eliminar discursos ofensivos en contra de ciertos grupos en menos de 24 horas para evitar una multa.

Los discursos de odio se deben combatir con medidas preventivas y otras que generen un discurso alternativo más fuerte y convincente. Uno capaz de combatir los llamados a la intolerancia. Frenar estos discursos es una tarea de toda la sociedad: de las empresas, las organizaciones sociales, de los medios. Estos últimos deben hacerlo a través de su autoregulación, por medio de directrices y códigos de conducta que cierren el paso al odio y la discriminación, como las que recientemente han tomado las grandes empresas digitales a raíz de lo ocurrido en Charlotesville.

Coordinador de Asesores de Conapred

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