Estas últimas semanas han salido encuestas de aceptación del presidente López Obrador donde ronda de 86 a 89 puntos. Al contrario de algunos, su nivel de aprobación no me parece sorprendente porque se explican por su actividad para dar a conocer los programas sociales y de asistencia social de su gobierno (aunque habría que analizar la metodología: dónde se hicieron, qué se preguntó y a quiénes). O bien, recordemos a Kennedy y cómo su exposición diaria (primera vez para un presidente) lo hizo tener altos niveles de popularidad.

Al ver las encuestas desagregadas nos damos cuenta de que su popularidad se debe al combate al huachicol: a pesar de los altos costos económicos y de los trágicos sucesos en Tlahuelilpan, el costo social ha sido casi nulo. Pero, al contrario, la posición en favor del diálogo político respecto a lo que sucede en Venezuela le ha resultado contraproducente.

En general, estos niveles de aceptación se explican por la “luna de miel” del nuevo gobierno; sin embargo, habría que preguntarse si estos sucesos ocurrieran a mediados de su mandato, ¿mantendría esta aprobación? Esperemos que el nuevo gobierno no crea que la aceptación es permanente: la popularidad es volátil y falta un pequeño descuido para perder todo lo ganado. No olviden las experiencias de los gobiernos anteriores; aprendan de sus errores.

Con esto como base, el pasado 5 de febrero, en el aniversario 102 de la Constitución, el presidente mencionó la necesidad de llamar a un Congreso Constituyente que diera vida a un nuevo marco jurídico porque el actual, dijo, está muy parchado. Pero, durante estos 75 días hemos visto cómo se han reformado las normas para estar acorde con los deseos del gobierno: la Ley Taibo y los cambios en las licitaciones en Pemex, en la normatividad para que las pipas compradas (fuera de norma) pudieran circular o la operación de las estancias infantiles. Esto nos hace preguntarnos: ¿cómo lo analizará la ASF: será institucional o se acomodará a los nuevos tiempos? Y, si se hiciera una nueva Constitución, ¿estaría acorde a las necesidades del gobierno o sería una Constitución más clara, general y de acuerdo con las necesidades sociales e institucionales del país?

La Constitución es el espíritu del país porque representa la convivencia del quehacer gubernamental y público con los quehaceres sociales y privados: marca los límites y las posibilidades de participación de cada uno de los grupos sociales. Si traemos la referencia de que las reglas se cambian de acuerdo con los deseos, gustos, necesidades o arbitrios podríamos suponer que, en lugar de tener unos nuevos Sentimientos de la Nación como expresión de la soberanía nacional y abiertos a los pensamientos de todos, tendríamos un texto adecuado a la línea de pensar del nuevo partido en el poder; una línea que marcará el actuar y quehacer de todos los mexicanos. Pareciera que este gobierno hace lo que tanto se quejó del viejo PRI: impone su criterio y sus necesidades, pero a los disidentes los margina y les cierra opciones de participación.

Valdría la pena preguntarnos si tenemos un gobierno de clases; un gobierno de y para los pobres o; acaso uno de camarilla donde se imponen ideas sin antes debatirlas y se puede acusar a otros de haber hecho algo inmoral, aunque legal. Si las nuevas conciencias creen que se debe juzgar a los ciudadanos por la moralidad ¿no es acaso que tenemos un gobierno cuasi religioso? ¿Cómo, entonces, manejarán los pequeños traspiés en las declaraciones patrimoniales de algunos servidores públicos que (aunque sean solo eso y no omisiones) se prestan a suspicacias o malas interpretaciones?

Este gobierno tiene la intención de hacer crecer a México priorizando a los más desfavorecidos, pero con la estrategia moral que desarrollan. ¿Podrán cumplir ese gran objetivo? Deseo, por el bien de México, que sean un buen gobierno, pero creo que tienen que quitarse la camisa ideológica y apresurar la curva de aprendizaje.


guillermo.ruizdeteresa@yahoo.com

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