Viajar en un avión, después de la tragedia del club Chapecoense. No es un tema de conversación que esté entre los pasajeros en el aeropuerto de la Ciudad de México que van hacia Aguascalientes.

Nadie tiene una preocupación real, una vez que se han subido a la aeronave. Algunos duermen ante la demora del despegue que se prolonga por casi media hora. Otros platican entre sí y los restantes utilizan sus celulares para mandar WhatsApp, llaman a sus jefes de trabajo o parejas.

Mientras, se da el anuncio de recarga de combustible. Sí, esa palabra que se convirtió en la distancia entre un hecho trágico y la vida. Según las pesquisas, el avión que trasladaba al “Chape”, se quedó sin combustible, lo que provocó su caída y la muerte de 71 personas entre futbolistas, dirigentes, periodistas y tripulación.

Las medidas de seguridad a través de las bocinas son rutinarias y los pasajeros prácticamente se las saben de memoria, por lo que cada uno sigue en lo suyo.

Al momento del despegue, hay quienes se santiguan, al tiempo que unos leen las revistas que ofrece la aerolínea. Unos aprovechan para tomar video o fotografías del cielo capitalino.

El vuelo transcurre con normalidad hasta el aterrizaje. Se convierte en otro traslado anónimo como el de miles alrededor del mundo. Sólo son noticia cuando alcanza la fatalidad como al Chapecoense.

“Hay que trasladarse, ya Dios dirá siempre qué pasa”, señala María Gómez, al bajar del avión en el aeropuerto de Aguascalientes.

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