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La tarde es gris. El sol se ha escondido. El cielo no da tregua. Llueve. Elena Poniatowska sube al escenario para recordar que aquí, en la Plaza de las Tres Culturas, murmuran nuestros muertos. Los del 2 de octubre de 1968 y los del 19 de septiembre de 1985. Es cierto. Aquí se ha muerto y se ha sobrevivido. “El agua limpia, que la lluvia limpie a México”, dice Elena a decenas de personas.

Ahí, a unos metros de donde cayó el edificio Nuevo León aquella mañana, está la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México y su director artístico, José Areán, para dar inicio al homenaje “A 30 Años del Sismo. Emergencia, Solidaridad y Cultura Política”.

Una voz anuncia a Plácido Domingo, quien compartirá la dirección de la Filarmónica. El recibimiento es cálido, hay aplausos, gritos. “¡Plácido, Plácido!” El tenor sonríe, saluda, tiene su batuta en la mano.

Todos están en sus lugares. El primero en dirigir la orquesta es Areán. La lluvia continúa. Suenan los primeros acordes del Réquiem, de Giuseppe Verdi . El canto fúnebre estremece. El coro Enharmonia Vocalis, dirigido por Fernando Menéndez, canta: “Día terrible, día de luto. Temblemos al ver al severo juez y rendir cuentas de nuestros actos. Dales señor el descanso y brille para ellos la luz perpetua”.

El tenor español, que ha escuchado la primera parte casi con los ojos cerrados, conmovido, acaso, se levanta para tomar las riendas del resto de la interpretación. La gente aplaude.

Los solistas, la soprano María Katzarava, la mezzosoprano Grace Echauri, el tenor Dante Alcalá y el bajo Rosendo Flores se unen al canto fúnebre. “Líbrame señor de la muerte eterna, en ese tremendo día que conmoviera al cielo y a la tierra”.

El cielo, sí, se conmueve. La lluvia se detiene. En la Plaza sólo están las voces de los instrumentos, el canto sobrecogedor. El lugar se va llenando poco a poco de vecinos, de público. La gente está en sus ventanas, ondeando la bandera nacional. Un niño llora. Todo es memoria.

Ha pasado una hora. Tras la última nota, el último acorde, el último canto: “Día de lágrimas será ese día”. Los aplausos. La ovación. “¡Bravo!”, “¡Plácido, Plácido!”.

El cantante sonríe. De pronto, un grito unánime. El público pide al tenor que cante. Cuauhtémoc Abarca, fundador de la Coordinadora de Residentes de Tlatelolco, sube al escenario, junto con Elena Poniatowska y el secretario de Cultura, Eduardo Vázquez, para otorgar reconocimientos a los participantes y para agradecer a Domingo su presencia, para asegurarle que Tlatelolco no lo olvida, que ese lugar tan lastimado en el pasado lo tiene en su corazón y en su recuerdo.

La ovación confirma que nadie olvida a Plácido Domingo con la barba crecida y lleno de polvo; ni que se convirtió en vocero, que él coordinaba a voluntarios, daba mensajes para pedir ayuda, proporcionar teléfonos de apoyo, hacer llamados a donar mascarillas, lonas, equipos médicos, sierras. Ni olvida que un día Jacobo Zabludovsky le preguntó si no temía que el polvo y el cascajo le arruinaran la voz. Ni su respuesta: “Lo que me importa es que los cuerpos se rescaten con dignidad”.

Pero la exigencia se multiplica. “¡Qué cante, que cante”. Domingo toma el micrófono: “Les agradezco mucho todo el cariño, estuve cantando anoche en Los Ángeles, sin dormir vine para acá, también dirigí. La verdad es que en una ocasión como esta, la emoción es tan grande que tampoco estaría en condición de cantar, además, después de haber dirigido a estos músicos y cantantes maravillosos; pero les prometo que vendremos y haremos algo. Este lugar es tan significativo para todos, nos trae tantos recuerdos, así que les pido que vivamos la emoción de hoy con la esperanza de que nunca más vuelvan a ocurrir las tragedias que han sucedido en este lugar. Espero que la próxima vez que nos veamos no sea con un réquiem, sino con una canción alegre y que podamos hacer un concierto porque las cosas vayan mejor. El Réquiem, de Verdi, es el mejor final de una noche”.

Sin embargo, el público insiste con sus aplausos. Entonces, espontáneamente el “Cielito lindo” suena en voz de la gente. Una persona le obsequia a Domingo un sombrero de mariachi y se lo pone. La fuerza del coro vecinal orilla a la Orquesta y a los cantantes a unirse. Plácido Domingo se mira asombrado. José Areán le acerca un micrófono y termina por unirse a la voluntad de los mexicanos. Un día solemne, sí, un día para recordar, para no olvidar, pero un día también para celebrar que la vida, a pesar de todo, hay que vivirla.

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